Espacio

El día que movimos el cielo

Durante los últimos 65 millones de años hemos estado tan expuestos como los propios dinosaurios a que un asteroide nos extinguiese.

La semana pasada se produjo un acontecimiento digno de incorporarse a la lista de los grandes logros de nuestra especie. Fue uno, no exagero, a la altura del descubrimiento del fuego, del primer dibujo realizado sobre roca por un neandertal, o del momento en el que alguien juntó por primera vez juncos y madera para construir una balsa con la que hacerse a la mar. Me refiero al envío de una de nuestras sondas a once millones de kilómetros de la Tierra, para estrellarla contra un asteroide del tamaño del Coliseo de Roma y desviarlo de su órbita.

Las imágenes de cómo esa nave se acercó a 20.000 kilómetros por hora a una superficie rugosa, gris, llena de rocas del tamaño de edificios, hasta desaparecer tras una pantalla roja, vacía, me sobrecogieron. «¡Tenemos impacto!», gritaron desde el centro de control de la misión instalado en el Instituto de Física Aplicada de la Universidad John Hopkins. Sin embargo, como pasó con aquellas viejas y anónimas gestas, también esta se ha diluido entre nuestras preocupaciones más mundanas. Qué ciegos estamos. La guerra de Ucrania, la crisis económica o las elecciones en Italia nos han distraído de celebrar algo verdaderamente épico: que es la primera vez en la Historia de la humanidad que conseguimos desplazar un objeto cósmico.

Lo de «mover cielo y tierra» ha dejado de ser solo una metáfora. Por eso me sorprende –y no poco– que en menos de siete días ya casi nos hayamos olvidado. Y es que el éxito de este proyecto de «defensa planetaria», como antes sucedió con el fuego, el arte o la navegación, está llamado a salvarnos la vida cualquier día de estos. De ahí su grandeza. Piénselo, lector. Durante los últimos 65 millones de años hemos estado tan expuestos como los propios dinosaurios a que un asteroide nos extinguiese. Nada había cambiado en nuestra «prima de riesgo planetario» hasta el martes, cuando la nave DART (dardo en inglés, pero también siglas de Double Asteroid Redirection Test) alcanzó a Dimorfos, un pedrusco de ciento sesenta metros de diámetro. Los telescopios Webb y Hubble confirmaron el impacto, y las cámaras Atlas que NASA tiene en Hawaii, lo inmortalizaron. Un fulgor extraordinario, que se mantuvo durante ocho horas, fue el acta definitiva de que la humanidad acaba de dar un paso único en su carrera por emular a los dioses. Y es que, hasta esta semana, solo la mitología y los «textos sagrados» podían hablar del poder para desplazar objetos celestes.

Para los griegos, Zeus fue el único que podía permitirse un lujo así. Él detuvo el carro de Faeton –el Sol– cuando el hijo de Helios se hizo con sus riendas sin estar preparado para ello. Su gesta recuerda mucho a la que narra Josué en el Antiguo Testamento, cuando Yahvé decidió interrumpir el curso del Sol sobre Gabaón para que los israelitas pudieran seguir peleando contra los amorreos durante unas horas más (Josué 10, 12-13). Pero es que Zeus, además, fue capaz de desplazar y situar todas las estrellas del firmamento a voluntad, como las Pléyades, siete hermosas hermanas a las que convirtió en fulgores nocturnos para esconderlas del libidinoso Orión. O como Citlallicue, la diosa que al otro lado del Atlántico movía también a capricho los astros mexicas. O Anu, en Sumeria. O Nut, en Egipto. O…

Los mitos llevan eones inspirando a nuestra especie. Quisimos volar, fecundar mujeres estériles, mover montañas o tener rayos de la muerte en nuestras manos solo porque en nuestra imaginación todas esas hazañas estaban al alcance de los dioses. Quizá por eso, de modo instintivo, hemos bautizado con nombres olímpicos a nuestras mejores naves. Las Mercurio, Géminis, Apolo o ahora Artemisa de la NASA no esconden sino nuestro secreto anhelo por conseguir sus superpoderes, y con ellos vencer al peor de los enemigos: la muerte.

DART no es una excepción. Forma parte de los proyectos que impulsa la Oficina de Coordinación para la Defensa Planetaria, con sede en Washington. Creada en 2016 con un presupuesto exiguo, se ha propuesto demostrar la importancia de disponer cuanto antes de una línea de contención para amenazas cósmicas. Su lema es «hic servare diem», aquí para salvar el día. Y afirman que aunque tenemos monitorizados el 95% de los asteroides de más de un kilómetro de diámetro que podrían causar nuestra extinción, en cambio están fuera de control más de la mitad de los menores de ese tamaño; rocas que podrían devastar ciudades enteras.

El último gran susto lo sufrimos en 1908 sobre Tunguska, en la Siberia rusa, cuando un objeto llegado de las profundidades del Universo se desintegró a unos diez mil metros del suelo, arrasando más de dos mil kilómetros cuadrados de bosque y tumbando ochenta millones de árboles. Si se hubiera retrasado solo una hora, hubiera borrado del mapa a San Petersburgo.

Todo esto puede parecernos una broma. Incluso un terror injustificado. Pero cada euro o dólar que se invierta en estos programas nos aleja de la suerte de los dinosaurios y nos da esperanza para salvar a la Tierra de un acontecimiento que, más tarde o más temprano, volverá a jugárnosla.

¿Es o no es DART una gesta para ser celebrada? Yo no tengo duda. Cada 27 de septiembre festejaré el día que movimos el cielo.

Javier Sierra es escritor y Premio Planeta de novela.