Fútbol

Ese renqueante espíritu nacional

A diferencia de lo que ocurre con nosotros, Marruecos, Francia, Argentina o Brasil acuden a un mundial con el apoyo incondicional de su pueblo, no a un combinado de futbolistas más o menos discutibles

No seré yo quien entre a analizar las razones deportivas por las que España decía esta semana adiós al mundial de Fútbol, que para ello ya están los realmente entendidos cronistas deportivos cuyos diagnósticos ya hemos leído y escuchado a lo largo de estos días, pero sí me ha llamado de manera muy especial la atención un hecho que viene a conectar y a poner en clara evidencia la relación entre la más que discutible pasión real hacia la “roja” y esa otra también más que discutible pasión hacia la bandera, el himno y todos los símbolos que representan a una gran y unida nación amada por todos sus ciudadanos. No se trata llegados a estas alturas de pedir que, como ocurre en otros países grandes o pequeños, jóvenes o centenarios, el himno nacional sea cantado en las escuelas cada mañana, ni siquiera que se derrame una sola lágrima de emoción cuando se escuchan sus compases en la televisión previos al partido, pero sí cabe lamentar un claro síntoma mostrado tanto en los prolegómenos del mundial como durante la participación española, en el que el desprecio nada menor hacia la selección por cuestiones meramente partidistas, identitarias o simplemente relacionadas con el apego forofo a un club viene a corresponderse con ese otro desprecio o si acaso falta de entusiasmo hacia todo lo que tiene que ver con una unidad de la patria a la que se identifica con determinados sesgos ideológicos y a la que desde la acera opuesta incluso no se duda en atacar con toda impunidad.

A diferencia de lo que ocurre con nosotros, Marruecos, Francia, Argentina o Brasil acuden a un mundial con el apoyo incondicional de su pueblo, no a un combinado de futbolistas más o menos discutibles elegidos por un seleccionador más o menos discutible, sino a una nación de la que se sienten orgullosos representada en esos nombres y apellidos que ya son de todos, con independencia del club o procedencia. Probablemente el nuestro sea el único país en el que una parte de la población -minoritaria pero nada despreciable- haya deseado el fracaso de su selección por miserias o políticas o futbolísticas y eso es todo un síntoma para hacérselo mirar seamos de Luis Enrique, de Joselito o de Belmonte. Miramos demasiado a las cuitas con el caserío contiguo y las discusiones de vecinos ergo, así nos va.