Historia
Cien años de maldición faraónica
He imaginado un viaje en el tiempo a aquellos años y una larga conversación en tren con Howard Carter, acompañado por el duque de Alba. Ese viaje existió
¡Cuánto me hubiera gustado vivir la Navidad de hace cien años! Un día como hoy, pero de 1922, los periódicos no hablaban de guerra ni de crisis económica en Europa, sino de algo maravilloso que acababa de suceder en el Valle de los Reyes. Allí, a orillas del Nilo, un arqueólogo inglés desconocido desenterraba la primera tumba intacta de un faraón. La había descubierto siete semanas antes y las primeras informaciones eran increíbles. Muebles, cofres, utensilios domésticos, tronos, estatuas, telas y joyas intactas de tres mil años parecían estar devolviendo a la vida a los antiguos reyes de Egipto. En aquellas pascuas, sin embargo, Howard Carter no estaba aún seguro de si aquello era una tumba o un simple escondite de reliquias. Una cachette. Pero incluso con esa incertidumbre, su mecenas, el quinto conde de Carnarvon, firmó un substancioso contrato con The Times dándole la exclusiva del hallazgo. Aquello fue un escándalo mayúsculo. No solo el resto de periódicos del mundo estaban condenados a reproducir (y pagar) las primicias del Times, sino que incluso los diarios egipcios habían sido apartados de la que ya se tenía por la noticia del siglo.
El enviado especial del New York Times a Luxor tampoco estaba para fiestas. Había llegado dos semanas antes a la ciudad y casi lo único que había podido ofrecer a sus lectores era la pintoresca historia de la muerte de la mascota de Carter. Su artículo parecía un cuento de Dickens. El día que descubrieron la tumba, mientras los obreros cenaban en casa del arqueólogo, una serpiente se coló en sus habitaciones y atacó la jaula del canario que Howard Carter había «reclutado» para su excavación. Los operarios lo llamaban «el pájaro amarillo». Era cantarín, simpático, y desde el principio lo recibieron como un talismán de la buena suerte… Pero que una cobra –símbolo de realeza entre los faraones– lo matara justo en aquella jornada, tenía que significar algo. Y no precisamente bueno.
Semanas más tarde, el mismo diario publicaba una extraña carta remitida desde el Reino Unido. La había escrito Marie Corelli, autora de novelas de intriga muy populares. Sus obras se vendían como pan caliente. Era la J.K. Rowling de 1922. Tenía –y no exagero– más lectores que Conan Doyle, H.G. Wells y Rudyard Kipling juntos, pero la crítica literaria la ninguneaba porque en sus relatos mezclaba reencarnación, fantasmas y proyecciones astrales. Y lo hacía en tramas de un romanticismo victoriano demasiado barroco. Corelli se había instalado en Stratford-upon-Avon, el pueblo de Shakespeare, y dedicaba parte de su fortuna a restaurar sus casas más antiguas para honrar la memoria del bardo. Pero ni con esas se granjeó el perdón de los intelectuales. Quizá fue también porque la diva vivía con una amante, Bertha Vyver, y se paseaba en una góndola veneciana a la que llamaba «el Sueño», despertando toda clase de maledicencias.
Despreciada por la prensa inglesa –y en particular por The Times–, Marie se había dirigido al diario más influyente de los Estados Unidos para contar algo que, al leer sobre el hallazgo de Tutankamón, la estaba quemando por dentro. En su carta explicaba que tenía en su poder un antiguo grimorio árabe que hablaba de enterramientos egipcios. Lo había estudiado a fondo para una de sus novelas, Ziska (1897), la historia de una princesa reencarnada cuyo drama se resolvía en el interior de una pirámide. Y en ese texto, dijo, había tropezado con un detalle del que deseaba advertir al mundo: «El castigo más terrible persigue al intruso de una tumba faraónica».
Pese a que la Corelli jamás dio cuenta de qué clase de castigo podía ser ese, lo cierto es que solo quince días después lord Carnarvon murió en la suite del hotel Continental Savoy de El Cairo. El aristócrata tenía solo 57 años. Dicen que sus extrañas últimas palabras («ella me llama y yo la sigo») coincidieron con un apagón de luz en la ciudad y con la muerte de su perrita a cinco mil kilómetros de allí, en Highclere. Y así, por culpa de esa carta y de las posteriores declaraciones de sir Arthur Conan Doyle sobre un posible hechizo mortal salido de la tumba, se acuñó la universal idea de que Carter y su equipo habían sido tocados por «la maldición del faraón». Al arqueólogo, un hombre adusto y racional, no le gustó nada aquello y quizá por eso The Times nunca se hizo eco del asunto. Pero el resto de la prensa, hambrienta de noticias, se abalanzó sobre la historia y la convirtió en un clásico a fuerza de titulares sensacionalistas.
Un clásico, por cierto, que sigue hoy más que vivo que nunca. En estos días yo mismo acabo de lanzar un serial radionovelado de seis capítulos en podcast que lo revivifica. He imaginado un viaje en el tiempo a aquellos años y una larga conversación en tren con Howard Carter, acompañado por el duque de Alba. Ese viaje existió. Una exposición en el Palacio de Liria lo recuerda estos días. Lo hicieron ambos caballeros en 1924, con el sarcófago de Tutankamón aún sin abrir. Y yo, al escribirlo y describirlo, he logrado sanar en parte la frustración de no haber vivido aquellas Navidades de hace un siglo, emocionado por las historias de oro y misterio que llegaban de Egipto.
¡Qué tiempos aquellos!
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