Apuntes

Abascal, Abascal, qué bonita serenata

España tuvo suerte porque la hegemonía socialista no coincidió con el auge de los flujos migratorios

Excitar las bajas pasiones de la población es un clásico de la marrullería política y sus frutos, cuando los da, suelen ser amargos. Por supuesto, el miedo al extranjero, la desconfianza hacia lo que es ajeno a la tribu ha nutrido desde tiempos inmemoriales las veladas en torno a la hoguera y, para sorpresa de quienes tuvimos que estudiar a Marshall McLuhan, el de «La aldea global», son sensaciones que persisten en el imaginario colectivo, incluso, aunque la experiencia personal nos diga lo contrario. Santiago Abascal –y me imagino a Buxadé susurrándole al oído– ha tirado del comodín de los menores extranjeros, en su mayoría de origen marroquí por razones obvias de proximidad geográfica, conocimiento del medio – la Policía española no da palizas de muerte– y vocación de escape, para romper alianzas con el Partido Popular, de la misma manera que en Europa se ha unido a los de Orban, a ver si recupera algunos de los votos que se han ido con un tal Alvise, que digo yo, para qué quieres que te voten unos tipos que se toman en serio lo de las macrocárceles a la salvadoreña. El problema es que ha atizado el miedo contra unos chavales que, en su inmensa mayoría, salen adelante en nuestros centros públicos de acogida y, luego, suelen elegir entre quedarse con nosotros, cruzar a Francia o volver a casa, que son los menos. Abascal, además, actúa como profeta de la catástrofe –violaciones, machetazos y robos– mientras el cuerpo social vive una realidad distinta, la de unos extranjeros que se esfuerzan por salir adelante, dan pocos problemas y sufren las mismas inseguridades, si no más, que el resto de los españoles. Y sí, compiten por las ayudas sociales, siempre escasas; bajan los salarios y tensionan el mercado inmobiliario. Pero en España, al contrario que en los países nórdicos o en la misma Francia, los años de hegemonía socialdemócrata no coincidieron con el aumento de los flujos migratorios, así que el «buenismo» de esa izquierda ineficaz no tuvo tiempo de crear los guetos gigantescos que Abascal agita como espantajos. Y, luego, cada pueblo recoge lo que siembra, y nosotros sembramos bien en las Américas y conozco pocos españoles que no tenga relación laboral, personal, familiar o de vecindad con algún hermano del otro lado del Atlántico. Si Abascal quisiera, de verdad, afrontar los problemas de la inmigración, tendría que empezar aceptando que es un hecho irremediable, dada la costumbre tan arraigada en los humanos de buscar una vida mejor, especialmente, si en la que dejas atrás lo normal es que los malos te arrasen el poblado o se lleven a tus hijas adolescentes. Por supuesto, con ellos vienen otras costumbres igualmente arraigadas que casan mal con las nuestras. Es ahí donde la izquierda europea aplicó mal el principio de tolerancia, que es, no lo duden, el factor determinante de los problemas de convivencia que sufren nuestros vecinos, y que en España afloran puntualmente, especialmente en Cataluña, Andalucía y la Comunidad Valenciana. Pero la tolerancia no es incompatible con el principio de igualdad ante la ley, es decir, con la obligación de todo ciudadano, venga de donde venga, hable lo que hable y profese la religión que profese de cumplir con la legislación y las normas, desde el código penal, hasta las ordenanzas municipales, pasando por las de la comunidad de vecinos. Lo demás debería carecer de importancia. Cada uno en su casa y todos en el parque.