Con su permiso
Del cachondeo a señalar
Hoy la Justicia puede estar pagando el precio de una política que pone todo en cuestión menos lo suyo
Ana Isabel se toma muy en serio la justicia. Bueno, escribamos La Justicia, porque es un poder del Estado moderno y tiene entidad e identidad propias.
El otro día escuchaba no se qué de Bertín Osborne y la firma de un reconocimiento de paternidad, o algo así, no sigue esas cosas muy de cerca, y de repente evocó aquellos ochenta en las que una decisión judicial que afectaba a la propiedad del cantante provocó que el entonces alcalde de Jerez, Pedro Pacheco, soltara aquello de que la justicia era un cachondeo. Qué misteriosos mecanismos de la mente, qué juegos de azar inesperados nos procura la memoria involuntaria, cómo conecta desde algún rincón del inconsciente hechos o personas lejanas en el tiempo. Bertín Osborne sigue dando la turra (dicho sea con respeto y hasta afecto) y aunque Pedro Pacheco dejó la política hace tiempo, su diagnóstico sobre el estado de la cosa de la Justicia podría ajustarse como un guante a la realidad presente. Entonces, recuerda Ana Isabel, aquello fue un escándalo: ¡Un político perdiendo así el respeto a los jueces!...y a Pacheco le costó seis años de inhabilitación. Después volvió a ser alcalde y más tarde pasó varios años en la cárcel por delitos como el de malversación, tan presente hoy también, dicho sea de paso.
Qué naif le parece ahora aquello. Qué desdibujado lo de la malversación. La política hoy no acusa a los jueces de ser un cachondeo, aunque en ocasiones se revelen ciertas carencias de rigor, directamente les señala como manipulables golpistas prevaricadores. Desde que el Tribunal Supremo dictó sentencia contra quienes trataron de violentar la Constitución en 2017 en Cataluña, le parece a Ana Isabel que se ha ido extendiendo con la paciente constancia de las filtraciones de agua, una cierta idea de que la Justicia, quienes la ejercen, se han constituido en poder que afrenta al ejecutivo y al legislativo. No equilibra, no: que se planta ante ellos y se enfrenta. Es la vieja idea de que las sentencias son buenas y la Justicia independiente siempre que no se pronuncie en mi contra. Llevada, eso sí, al éxtasis conceptual, a su máxima potencia de significado: como me perjudica, veo intención. Y esa intención que veo es la verdad (porque la única verdad es la mía). La cosa se agravó tras las elecciones de hace casi un año, cuando el socialismo de Sánchez necesitó para sobrevivir al independentismo de Puigdemont. La aplicación del manual de supervivencia exigió preparar el camino para que las condenas quedaran sin efecto. Primero fue cambiar el relato, después arreció el ataque preventivo a los jueces y, por último, se consiguió sacar adelante una ley que no pocos juristas tildan como mínimo de impresentable. Como Ana Isabel no lo es (jurista, impresentable sí puede parecerle a alguien, pero eso es otra cuestión), no entra en ese pasillo. Pero sí tiene información porque se ocupa y preocupa de enterarse. Y con la información, el juicio de que aquí estamos asistiendo a la creación artificial y paulatina de un perfil malvado de quienes ejercen y gestionan el Poder Judicial.
Una construcción que en los últimos tiempos, en las semanas que van transcurridas de este año 2024, ha ido modelándose con más y más precisión. Acompañada, además, de acciones de apoyo. El plante de los fiscales, que estiman improcedente (o sea, chapucero) amnistiar a Puigdemont también por el delito de malversación, pese a la orden de su jefe, es una fisura de sangre nada tranquilizadora y completamente alejada de la serenidad que debería presidir el ejercicio de cualquier poder. Serenidad que se quiebra con la última de esa Fiscalía del Estado, cuyo titular, el nada independiente García Ortiz, fue quien ordenó personalmente a sus subordinados (según declaró una de ellas) que cometieran el delito de revelación de secretos en el caso de la pareja de Isabel Díaz Ayuso. Claro que serenidad es, exactamente, lo que en estos tiempos menos destila otro poder del Estado, el ejecutivo, con un presidente que amenaza con irse y regresa de entre los muertos supuestamente reforzado, o la conversión de su esposa en objeto de culto para contrarrestar sus problemas con las investigaciones judiciales que le afectan.
El relato de la maldad intrínseca, fachona y manipuladora de los jueces y fiscales (siempre que no sean de los afectos al poder) va a seguir calando en emisión lenta y constante desde las cercanías del actual poder político, al mismo tiempo que cara al público se insiste en la independencia del Poder Judicial. Eso sí, achacándole a la oposición el no querer renovar por interés político los órganos de gobierno de ese poder.
Anda en solfa la Justicia, observa con preocupación Ana Isabel. Que no será el más moderno y eficaz de los estamentos que de la cosa pública y privada se ocupan, pero tampoco un nido de serpientes conservadoras que a toda costa quieren desalojar a la izquierda del poder.
Se le antoja, pero quizá se equivoque, que a medida que los contrapesos de poder vayan cercando o limitando a quien o quienes aspiran a mantenerlo a toda costa, irá creciendo la espuma del descrédito.
Si hace cuarenta años un político pagó por poner en cuestión a la Justicia, hoy la Justicia puede estar pagando el precio de una política que pone todo en cuestión menos lo suyo.
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