Quisicosas

¡Cielos!

Qué delicia «Los cielos retratados», qué ganas de mirar de nuevo a lo alto

Alzar la vista y mirar a lo alto es instintivo en el ser humano. Da igual que se trate del desierto, donde el horizonte hilvana cielo y tierra o de angostos valles en los que el azul es un retal entre las copas de los árboles. Para nuestros remotos ancestros la bóveda celeste era tan asombrosa que decidieron adorarla, porque era la máxima expresión del misterio, que anhelaban tanto como nosotros. Y qué decir de los meteorosensibles, cuyas algazaras o melancolías dependen de una jornada brillante o mohínamente gris.

Hay artistas que hacen del cielo el motivo principal, como el Greco en sus paisajes incendiados de Toledo. O esos mares de nubes que el caminante contempla a sus pies desde las altas cumbres de Caspar David Friedrich. Los hay directamente abonados a los espacios, como Turner o el Giorgione de «La Tempestad», el primero en la historia del arte que convierte la tormenta ominosa en protagonista de la escena.

Y, sin embargo, si me pregunto si el cuadro de «Las Lanzas» o «La rendición de Breda» lleva cielo o si es amanecer o crepúsculo, si lleva nubes plácidas o amenaza lluvia, no lo recuerdo. Al cielo, incluso a los famosos celajes de Velázquez, le reservamos el distraído papel de fondo de cuadro, el mismo que dejamos a las preguntas que llevamos en el corazón.

Ahora un hombre del tiempo –cómo no– ha puesto la mirada enamorada en los cielos de las grandes pinturas y le ha salido un libro hermosísimo en la editorial «Crítica». José Miguel Viñas ha escrito «Los cielos retratados» y le ha salido no sólo una peculiar historia del clima en el arte, sino un bellísimo estudio antropológico e histórico. Yo ignoraba que el azul era tan imposible como pigmento que los griegos carecían de palabra para él. Decían «verde», «blanco», «rojo» pero, para hablar del mar azul, Homero escribía «del color del vino oscuro».

Tampoco podía calcular que la mayoría de las nubes retratadas en los cuadros son cúmulos, que hay muchas más de estas ovejas algodonosas que de los sutiles cirros deshilachados o los feroces nimbos. La razón es que, tras los largos inviernos trabajando en los talleres, los artistas aprovechaban la primavera para pintar en el exterior, lleno entonces de las ligeras y blancas nubes del buen tiempo. Viñas se detiene en los detalles del clima y nos explica la llamada «pequeña edad de hielo» que enfrió Europa entre los siglos XIV y XIX y que llenó de nieve los cuadros de Brueghel el Viejo, que pintó nevado el Nacimiento de Belén, sin pararse en el tiempo de Tierra Santa y que, en definitiva, inauguró nuestra entrañable costumbre de nevar con corcho el pesebre navideño.

Qué delicia «Los cielos retratados», qué ganas de mirar de nuevo a lo alto.