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La Razón
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Al papa Francisco, como a todo hijo de vecino, le llueven y duelen las noticias sobre actos terroristas un día sí y otro también. La última, el horroroso atentado en la discoteca de Estambul, precisamente en las primeras horas de la Jornada Mundial de la Paz. Esta fue convocada hace 50 años por el beato Pablo VI en plena guerra fría y desde entonces es una referencia obligada para todos los católicos del planeta.

Bergoglio, como no era menos de esperar, ha condenado un crimen tan espantoso y la «mancha» del terrorismo que ensangrienta al mundo y crea una atmósfera de pánico y miedo.

Justamente una semana antes, el día de Navidad el Pontífice en su mensaje «urbi et orbi» ( a la ciudad de Roma y al mundo) había privilegiado el «orbi» es decir las alusiones a los focos de guerra y de conflictos que asolan el orbe.

Aunque los países explícitamente citados eran más de diez el primer lugar estaba reservado a Siria y más en concreto a Alepo la ciudad mártir en la que han hallado la muerte decenas de miles de seres humanos y muchos más se han visto obligados a huir dejando atrás casa, bienes, familiares muertos y una destrucción apocalíptica.

«Ya es hora –dijo Bergoglio– de que las armas callen definitivamente y la comunidad internacional se comprometa activamente para que se logre una solución negociable y se restablezca la convivencia civil en el país».

Pocas horas después de este pronunciamiento parece abrirse una espiral de esperanza para los habitantes de la que fue en su día la segunda ciudad siria y un extraordinario ejemplo de cohabitación y fraternidad entre religiones y culturas diversas.

Comentando la Jornada Mundial de la Paz sus palabras han sido muy claras: hay que decir no a la violencia y a la guerra y si a la fraternidad y la reconciliación. Un programa sencillo de entender, algo más difícil de llevar a cabo pero los cristianos no podemos renunciar a la utopía o, si ustedes quieren, al milagro.