Alfonso Ussía

Ceremonia

No puedo negar su colorido y espectacularidad. Tampoco su agotadora duración. Tres horas. Tengo pocas ilusiones en esta vida, y una de ellas, desde que el uso de razón se apoderó de mi ser, es ver cómo tropieza y cae el último portador de la antorcha olímpica en la ceremonia de inauguración de los Juegos. No puedo entender la emoción del público por la antorcha. En Barcelona un arquero prendió una flecha del fuego del dichoso chisme, lanzó la flecha con el arco y supuestamente alcanzó el pebetero del Estadio Olímpico. Al incendiarse, muchos ojos afloraron lágrimas de emoción, muchos pelillos se erizaron en los brazos, y muchos brazos experimentaron la piel de gallina. Eso promueve errores semánticos muy divertidos. El locutor que retransmitía la efeméride también se emocionó y reconoció que se le habían «puesto los pelos de gallina», cuando es bien sabido por la ciencia que las gallinas no tienen pelos. «Esta ceremonia ha tenido que costarles un huevo de la cara». En fin, esas cosas. Las caras llenas de huevos.

Antaño, cuando los dirigentes deportivos eran menos cursis que los de hogaño, la inauguración de los Juegos Olímpicos se ceñía al desfile de las delegaciones participantes y a unas palabras de bienvenida y apertura. Ahora le conceden más importancia a la ceremonia de inauguracióin que a los propios Juegos Olímpicos, y se ha contagiado la innecesariedad a otros deportes. Un Mundial de fútbol es un torneo que nace desde el sopor del acto inaugural. Siempre un tostón.

La ceremonia de Sochi fue muy vistosa. La Historia de Rusia. Coreografía perfecta. Movimientos al centímetro. Eso los rusos lo hacen muy bien. Homenaje a Tolstoi por su «Guerra y Paz». San Basilio, matrioshkas, fábricas soviéticas y el rojo que se pierde para dar paso al azul de la esperanza. Los rusos son los grandes maestros de la coreografía, y en ese apartado la ceremonia tuvo interés. Recuerdo aquel prodigioso ballet de Igor Moisseiev. En París, el público ovacionó con entusiasmo a los bailarines, que en el trepidante «Gopak» –el baile de los cosacos–, que cerraba la representación, saltaron al pasillo del patio de butacas y dando saltos y cabriolas desaparecieron por las puertas de salida. El público creyó que era parte del número, cuando en realidad lo que hicieron aquellos bailarines fue escapar en busca de una embajada occidental para pedir asilo político. Se decía –tiempos de Brezhnev, Chernenko y Andropov–, que un cuarteto de cuerda era lo que volvía a la URSS de una orquesta sinfónica de gira por los países libres. Es decir, ese azul de esperanza que cerró el coñazo de la gran ceremonia.

Van sucediéndose los años, la vida se me extingue y creo que jamás voy a presenciar la escena de mi ilusión. El batacazo del atleta que porta la antorcha olímpica en el último tramo de su viaje. Una antorcha que al llegar a destino desde el Olimpo se ha apagado muchas veces y nada le queda del fuego original. Se enciende divinamente con un mechero «Bic». Pero el público se emociona y el público siempre tiene razón, aunque no la tenga en absoluto. El público, normalmente, es tonto, y el de las ceremonias inaugurales de Juegos Olímpicos, más tonto todavía.

No obstante, hay que reconocer a los rusos su inigualable maestría coreógrafa y sus impresionantes cimientos artísticos y culturales. Sólo ellos son capaces de no caer en el más absoluto ridículo en espectáculos como el de Sochi. Un tostón. Un lujo innecesario. Tres horas de tedio multicolor. Pero al menos, hubo arte. Y no tropezó la atleta.