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Pedro Narváez

Comer de la pobreza

«Siempre confié en la bondad de los desconocidos». Lo decía la reprimida Blanche Dubois en «Un tranvía llamado deseo», aquel drama que, como todos los de Tennessee Williams, era tremendista y afectado como sólo un dramaturgo tremendista y afectado podía concebir. Tanto que en otra de sus obras unos españoles caníbales acaban devorando al protagonista, un tiburón sexual que usaba como cebo a Elizabeth Taylor. Perdonen el inciso. Eran cosas del siglo XX, una época de metáforas y misterio hoy superada por la evidencia y la pornografía intelectual. Pero me gusta esa frase: «Siempre confié en la bondad de los desconocidos». Supongo que la familia de Alcalá de Guadaira, hoy fagocitada por la tragedia, debía pensar lo mismo hasta que llegaron las patéticas plañideras de lo social a protestar por sus condiciones de vida. Tal vez haya tenido tiempo y vergüenza Cayo Lara, a quien tanto escandalizó el episodio, de ver en Cuba, donde pasó el puente de la Constitución, la vida de los otros, o de acercarse una vez aterrizado en Madrid con el susurro caribeño entre las piernas, a invitar a una ronda a la fila de indigentes que, a la otra orilla del Congreso, diseñan casas de cartón para la Bienal de la Pobreza. La jauría humana está presta a dictar sentencia según le dicte sus instintos. Nadie fotografiaba las puertas del comedor religioso de la calle Doctor Cortezo, junto a unos cines, en el que cada mañana al ir al trabajo encontraba una cola tan larga como la que por la noche se formaba para ver el estreno de la semana. Aquellos eran pobres a secas y los de ahora son pobres políticos a los que saca «The Economist», antaño prestigioso, como si fueran abortos de la crisis. Igual a estas horas ya se sepa de qué murió esa familia desgraciada. Da igual, sus almas ya han sido utilizadas como los muertos de Siria para fabricar medallas al mérito solidario. Sí, no hay pan para tanto chorizo pero que no falten el jamón y los langostinos para recobrar fuerzas hasta la próxima protesta. Bulímicos.