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Como no hay otro igual

La Razón
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La historia del «procés» catalán ha sido, finalmente, la historia de un amor: el que Puigdemont profesa a Puigdemont. Un amor profundamente apasionado y plenamente correspondido por sí mismo. Pero todo romance tiene su fin y estos días en Cataluña, por la espectacular pillada de Toni Comín, las opiniones sobre ese final están encontradas. Los constitucionales dicen que el «procés» ha fallecido de muerte natural por choque contra la realidad. Los separatistas afirman lo contrario; que continúa vivo. Todos aciertan. Lo único que sucede es que usan el mismo nombre para hablar de dos cosas diferentes. El «procés», entendido como aquella chulería que pretendió Mas de un camino unilateral a la independencia que iba a cosechar éxito internacional y convertirnos a los catalanes en una potencia económica europea, ha mostrado definitivamente su ridículo ante la triste realidad de fuga de empresas y las reprimendas de Europa a Puigdemont. Ese «procés», vendido como un choque de trenes, ha resultado ser el descarrilamiento de una vagoneta de cuatro jubilados con la cabeza abollada por los antidisturbios. La pillada del doble lenguaje y las mentiras de Puigdemont reconociendo su propia y ridícula derrota es la mejor prueba. Los separatistas están tan en crisis por su infantilismo que son incapaces de ponerse de acuerdo entre ellos y andan empeñados en venganzas personales de patio de colegio. Pero como los independentistas quieren olvidar cuanto antes el ridículo sideral que han hecho, lo cierto es que ahora ya no llaman «procés» a todo eso. Ahora llaman «procés» al simple independentismo y fían el final de esa creencia a algún día nebuloso y difuminado en que se separarán de España, las fuentes manarán miel y se columpiarán por el territorio los cupidos mientras cantan «Els segadors» con la mano sobre el corazón. Por supuesto, esto es una caricatura. Pero ilumina el fondo cerril del separatismo y el hecho innegable de que no desaparecerá mañana. Ilumina también algo democráticamente mucho más terrible: que una propaganda irresponsable ha convencido para mucho tiempo a dos millones de mis paisanos de aceptar como normal un error moral: que es válido saltarse las leyes democráticas de todos para imponer las propias creencias. Frente a eso, debemos recordar siempre en voz alta tres simples palabras: no lo es.