PSOE

Descentralización

La Razón
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Parece que, tal como van los acontecimientos, pronto va a tocar entrar de lleno en el debate sobre la descentralización. Los políticos nos tienen acostumbrados, con respecto a este asunto, a una jerga nominalista en la que al final acabamos perdiéndonos, sencillamente porque ni siquiera los proponentes suelen saber cuál es el significado de los términos que emplean. Lo hemos visto claramente con la idea del Estado Federal del PSOE, pero no es el único caso, pues los conservadores tampoco suelen saber muy bien qué es lo que quieren preservar del cambio. Y además lo envuelven todo con apelaciones a la bondad –o también la maldad– de la descentralización, singularmente desde el punto de vista económico, pues al parecer la autonomía regional –o su desaparición– prometen un sensacional aumento del bienestar a los ciudadanos.

Este argumento economicista me suele llamar mucho la atención, pues todos los años suelo enseñar a mis alumnos, con resultados de múltiples países de tipo federal o autonómico, entre ellos España, que la descentralización no entraña ningún dividendo económico, ni tampoco lo contrario, de manera que no vivimos ni mejor ni peor porque exista un gobierno autónomo con amplias competencias en materia fiscal y de servicios públicos. Confieso que mis oyentes suelen quedarse perplejos cuando les hablo de este asunto, seguramente porque desde su más tierna infancia –suelen tener alrededor de veinte años– les han machacado la idea de que la Comunidad Autónoma se preocupa de su felicidad. Y sin embargo, casi nunca les han contado que, en realidad, este tema con lo único que tiene que ver de verdad es con el reparto territorial del poder, con quién corta el bacalao en cada sitio y poco más. Bueno, esto de poco más es una manera elegante de presentar el asunto porque del tamaño del bacalao dependen muchas cosas, entre ellas el reparto de prebendas y puestos de trabajo –o sea, el ejercicio efectivo del poder–.

Vayamos a por esto último porque, al parecer, la multiplicación descentralizadora de los panes y los peces es extraordinaria. En España, las comunidades autónomas han recibido del Estado un total de 796.444 funcionarios –casi todos hasta 2004, cuando Aznar culminó el proceso autonómico–, pero tienen ahora, trece años después, 1.455.021, casi el doble. No digo que ello carezca de justificación, porque en ese algo más de una década la población ha aumentado en 3.591.203 habitantes –o sea, un 8,4 por ciento, lo que nos viene a decir que los funcionarios autonómicos se multiplican diez veces más que el número de ciudadanos a los que sirven–.

De estas cosas debería tratar también el debate que se avecina, aunque me temo que nos quedaremos con las ganas porque lo que de verdad apasiona a nuestros políticos, aparte de la polisemia, es el encaje. No es que anden detrás del Chantilly, el Guipur, el Schiffly, el frisado de Valladolid o la blonda
–aunque esta proceda de Cataluña–; el suyo es el encaje constitucional, una cosa abstrusa, un arcano insondable.