Ángela Vallvey
Dimita
En pocas horas, Reino Unido se ha quedado sin políticos. Tras las últimas elecciones, «dimitir» es el verbo más conjugado por políticos británicos. Incluso Nigel Farage –aunque ha cubierto honrosamente su expediente electoral con unos resultados más que aseaditos–dimitió cuando no ganó él en su propia circunscripción. El líder eurófobo no se conformó con los resultados de su partido: quiso estar, él también, a la altura de sí mismo. Por no cumplir sus expectativas, ha dejado el puesto, aunque no descarta volver. «Soy un hombre de palabra», ha dicho. Además de Farage se han ido Nick Clegg, Ed Miliband y hasta el cómico/político –valga la plétora– Russell Brand. (Igual que Rus, los de los ERE, las Black...).
Espectáculo bonito y entrañable para el abrasado españolito es ver cómo dimite un político. Extranjero, claro. El español es históricamente propenso al disfrute de la dimisión de políticos británicos, o guatemaltecos, ya que se encuentra secularme impedido para gozar de las renuncias de los políticos indígenas. El político español es remolón dimitiendo. Le cuesta más que a otros. Que no se va, vamos. Ni con agua caliente se le saca de su escaño. Los escaños patrios están más imantados que el núcleo terrestre. El trasero se queda pegado a ellos, y es lógico. Sólo para ir a la cárcel (y eso, obligado por una orden judicial) consiente el político español –si es corrupto– dejar su escaño. Sólo el flagrante delito, o la muerte, logran separar al escaño y al escañable. La política en España es tragar. El chusquerismo de escaño ha propiciado aquí carreras políticas más longevas que las de reyes bíblicos. (¡Qué suerte tenemos!: nuestros políticos, como los gurús «new age», siempre están dispuestos a volver a intentarlo. Y no como esos desalentados británicos, que a nada que pierden las elecciones salen huyendo...).
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