Alfonso Ussía

El marqués

Lo que escribo es incorrecto. Traiciono la confianza del Rey. Pero creo que es oportuno. El pasado lunes se descubrió una placa en la casa de Antonio Mingote. Presidió el acto, repleto de amigos de Antonio e Isabel, la Alcaldesa de Madrid y el líder de la oposición municipal, un señor llamado Jaime Lissavetsky. Y cuando escribo «un señor», lo hago con plena conciencia de su significado. Estaba Luis María Anson, que mucho tiene que ver en este asunto. Y Catalina Luca de Tena y José Miguel Santiago Castelo, el gran poeta extremeño que guarda en su señorío y extraordinaria cabeza toda la memoria leal de «ABC».

Vuelvo a la prolongada conversación con el Rey –años ha– en su despacho de Zarzuela. –Ayúdame, ¿quién crees que merece un título nobiliario?–. Le propuse dos nombres y una baraja a elegir la carta. –Antonio Mingote, Plácido Domingo, y un empresario español, en América o España, que haya creado de verdad miles de puestos de trabajo–. Pensaba en Amancio Ortega. El Rey tiene el absoluto dominio de las concesiones nobiliarias, y le interesó mi propuesta.

–¿Qué títulos les darías?–;

–Señor, a Mingote, cualquiera que no sea marqués de Mingote. Si yo fuera el Rey, que no lo soy, le haría marqués de Daroca, su raíz, su amor, su sitio. A Plácido Domingo, marqués de Igueldo, o de Ondarreta, o de La Zurriola, algo que tenga que ver con San Sebastián, la cuna de su madre. Y al tercero, al empresario, lo que lleve a sus raíces de humildad y de trabajo–. Falté a mi obligada discreción y escribí un artículo. Luis María Anson escribió otro, apoyando la idea. Posteriormente, fue Luis María el que más presionó con su influencia, esa fuerza de la que yo carezco.

Un año antes de su muerte, el Rey le concedió el título de marqués de Daroca a Antonio Mingote. Le escribió una carta emocionante y maravillosa que guardo en mi secreto, porque no soy ni el autor ni el receptor. Y me escribió otra a mí. Había dibujado una inmensa corona marquesal en su parte superior con un comentario: «Me ha salido demasiado grande. Tendré que remediar mis ansias de grandeza». Y el texto: «Queridísimo Alfonso. Quiero inaugurar mi correspondencia bajo el membrete coronado que estás viendo, para agradecerte en primer lugar el que pueda existir ese membrete, pues tú eres el principal responsable de que yo lo haya podido dibujar». La carta es divertidísima, y hace alusiones concretas e impertientes de las que disfrutábamos en nuestras semanales confidencias. Al final, me designa consejero (sin sueldo) de su inexperto hijo, y me demanda que le aleccione en cómo se manejan los cubiertos del pescado. «Un abrazo enorme. Hasta luego. Totón».

El Alcalde Tierno, el Viejo profesor, nombró a Antonio «Alcalde Honorario del Retiro». Y su sucesora Ana Botella aceptó mi sugerencia de que su capilla ardiente se instalara en el edificio de los Jardines de Cecilio Rodríguez. Dio toda suerte de facilidades. Anteriormente, Alberto Ruiz-Gallardón, concedió un edificio municipal para albergar la «Fundación Antonio Mingote», proyecto desanimado para desgracia de todos los madrileños y visitantes capitalinos. El lunes, con la presencia de casi todos sus viejos amigos vivientes, y la muy especial de sus compañeros de Armas, con el general Conde a la cabeza y los académicos de la RAE, se descubrió la placa. No me gusta figurar. Me instalé en el espacio de los que no se ven. Y añoré, inevitablemente algunas personas que no estuvieron ni aplaudieron las palabras de la Alcaldesa ni de Isabel, la marquesa viuda de Daroca, improvisadas y formidables. Y era lunes. El día de mis comentarios durante treinta años con Antonio. Y pensé que siempre existen justificaciones para comprender las ausencias, más aún cuando el espíritu de Antonio, que era todo comprensión y amnistía, presidía el portal de su casa.