Hollywood

Hollywood indignado

La Razón
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Asumiendo la enseñanza de Chesterton, el periodismo sigue consistiendo en informar de la muerte del señor Johns a gente que no sabía que tal existía. Es el asunto de Harvey Weinstein, poderoso productor dedicado a una abyecta caza sexual en Hollywood durante décadas, especialmente antigua en el lugar sobre el que se escribe: humillación a cambio de promesas de trabajo y sueños. Claro, que haya cundido el escándalo estos días dice tanto de las reservas mundiales de ingenuidad como de las de hipocresía. Este «hombre de los caramelos», que vive del cine desde antes del mudo, ha encaminado, encumbrado y destruido a cientos de aspirantes a un nicho con neones. Así que las preguntas serían: ¿por qué precisamente ahora? ¿por qué el titular de «sexo, delito, fama y dinero» irrumpe con fuerza? ¿habrá cientos de venganzas personales y la posibilidad de que algunos de los arribistas de Hollywood tengan la necesidad de parecer puros por unos instantes? Resulta que desatada la orden –«¡Reduzcan a ese monstruo!»– algunas estrellas se han abierto paso como si llegaran tarde al gran musical «Yo también lo sabía, Yo también lo sabía»; otras, cientos, se están poniendo a cubierto. Desde que los judíos, emigrantes del Este europeo, montaron la mayor tramoya del mundo, Hollywood ha impuesto normas tan abusivas y manifiestamente ilegales como rentables. A la luz o en la sordidez de un lujoso despacho. La Metro supervisaba a las estrellas hasta en sus matrimonios, siendo incluso necesaria la autorización de Louis B. Mayer para proceder al «sí quiero»; había departamentos específicos
–«the fixers», los componedores– para repintar biografías y borrar adicciones; y a leyendas del tamaño de Ava Gadner las obligaron a firmar contratos en los que se comprometían a no quedarse embarazadas para no interrumpir la maquinaria taylorista del cine. Sobre este modo de proceder tan repulsivo siempre queda a mano el libro de Juan Pando: «Crónica negra de Hollywood» (Espasa), que ya tiene unos veinte años. Casi tantos como los muy desconocidos (aquí una onomatopeya del obligado carraspeo) abusos del tal señor Weinstein.