Luis Alejandre
La lección de las murallasre
Tras una serie de anteriores ciclos de conferencias sobre fortificación, Pamplona acogió la pasada semana un Congreso Internacional sobre el tema («Fortified Heritage: management and sustainable developpement») en el que reunió a un numeroso grupo de buenos especialistas en la materia, tanto nacionales como extranjeros. ICOFORT, uno de los 28 comités científicos de ICOMOS –el organismo de la UNESCO que vela por el Patrimonio de la Humanidad– estuvo representado por su presidenta, la portorriqueña Milagros Román.
El marco y el ambiente que ofrece Pamplona para un evento de estas características, es difícil de igualar. La capital navarra ha realizado durante los últimos años un enorme esfuerzo para convertir a su Ciudadela y sus murallas en un entorno amable, asequible, hecho para disfrute de sus ciudadanos y de sus visitantes. Es más, Pamplona impulsa proyectos transfronterizos que tienden a convertir la barrera de los Pirineos, en lugar de encuentro, en objetivo común, en una forma de hacer Europa. Todo arranca y continúa sobre la base de una magnífica y continuada integración entre responsables municipales –Yolanda Barcina y Enrique Maya estos últimos años– y un muy especializado núcleo universitario formado por historiadores –Juan José Martinena, Esther Elizalde– y arquitectos entre los que destaco al propio alcalde Maya, a Victor Echarri y a José Vicente Valdenebro, verdadero impulsor del Congreso.
El resultado es espectacular. Aquellos muros que desde la segunda mitad del siglo XVI diseñaron Juan Bautista Antonelli, Giácomo Palearo «El Fratín», Tiburcio Spanochi, Próspero Verboom y los mejores ingenieros militares de los Austrias y de los Borbones, se presentan hoy con mutilaciones históricas, pero llenos de contenido y de enseñanzas.
Por supuesto como fortaleza, tiene sus sombras. ¿Qué castillo europeo no las tiene? Al comienzo de la Guerra de Independencia, la Ciudadela fue ocupada por tropas francesas valiéndose del engaño y la sorpresa. Es curioso que luego en 1813, final de la Guerra, fuese bloqueada y rendida por las propias tropas españolas que la habían construido y fortificado. Diez años después –1823– con la entrada en España de los 100.000 hijos de San Luis, el general francés Lauriston rindió la plaza tras cinco meses de duro cerco, batida por ocho baterías de 24 pulgadas. Y en octubre de 1841 O´Donnell, levantado en armas contra Espartero, bombardeó la ciudad sobre la que cayeron «más de 1500 granadas y otros proyectiles». Y en plena Tercera Guerra Carlista (1874-1875) la ciudad fue bombardeada desde el vecino y dominante fuerte de San Cristóbal. A raíz de este ataque –ya se empleaba artillería de ánima rayada de largo alcance– se comprobó la inutilidad del viejo sistema de fortificación basado sobre todo en la consistencia de las murallas. También, lección aprendida.
Como prisión ya fue utilizada por la Inquisición y luego fueron pasando por sus húmedas bartolinas desde el Duque de Medinaceli –que murió en ellas– hasta el Conde de Floridablanca, el «inca» Yupangui o el propio Manuel José Quintana. Tristemente también es larga la lista de ajusticiados. Pero Pamplona, a diferencia del lamento que algunos pretenden perpetuar en el barcelonés Castillo de Montjuïc, ha sabido despejar con voluntad y decisión todas estas sombras. Las piedras no suelen tener la culpa de las maldades humanas. Segunda lección.
Un primer ensanche (1888-89) mutiló la bella planta pentagonal de su magnífica Ciudadela, llevándose por delante los baluartes de San Antonio y La Victoria con sus contraguardias revellines y lunetas. Un segundo (1915-1921) supuso el derribo del 25% de las murallas. La ciudad necesitaba expandirse por algún lado. Y así lo asumen sus habitantes, tambien sin necesitad de poner en la picota a quienes lo hicieron e incluso a quienes se quedaron cortos. Porque Pamplona ha hecho de todo –sombras, mutilaciones, indiscutible patrimonio– ilusión, tenacidad, pasado histórico, leyenda, objetivo común. Ha sabido acercar a los habitantes de la vega del Arga, la parte baja de la ciudad, a las alturas fortificadas mediante ascensores; ha sabido recuperar los glacis de la fortaleza soterrando bajo sus verdes y ajardinadas rampas su estación de autobuses.
Y sigue. Sigue, sabiendo que implica a su población y a todos los sectores económicos y culturales de la ciudad. Porque sabe que su patrimonio fortificado constituye un indiscutible atractivo turístico al que se une el paso por la ciudad del Camino de Santiago. Pasa, fuerte y claro, el mensaje de que las fronteras no separan, sino unen. De ahí viene el proyecto «Fortius» que la empareja y hermana con la también plaza fuerte de Bayona, la contraparte francesa de defensa de los Pirineos. Y lo dan a conocer porque «se protege lo que se conoce y se quiere». Dicen sin complejos que el patrimonio militar de estas ciudades forma parte del ADN de sus ciudadanos. Y de allí nace una mayor integración social y una mejor calidad de vida apoyada en una cultura común. Lección indiscutible, también.
¡Gracias Pamplona, por permitirnos obtener lecciones de la antigua quietud de tus murallas!