Salud

La transfusión

La Razón
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El chico decidió ir a donar sangre. Sería un momentito de nada. Luego un bocata, un ratito para reponerse de la extracción y..., a la calle, con el deber cumplido. Eso le había dicho su novia que era quien se empeñaba en que lo hiciera. «Tienes que donar sangre, es muy importante» ¡Y cualquiera encontraba una excusa que le valiera a esa mujer de ojos castaños y sonrisa devastadora! «Si es que no me gustan los pinchazos, María...», la chica no le dejó ni terminar: «No eres testigo de Jehová, tus tatuajes tienen mucho más de cuatro meses, nunca has tenido hepatitis, estás más sano que una manzana..., anda mi amor, haz algo por los demás». Vale. Lo haría. Se iría al Centro ese de la Cruz Roja que ni siquiera le pillaba lejos de casa y se dejaría pinchar. Se metió en la ducha y mientras se enjabonaba la cabeza, cantando, se le vino a la cabeza la imagen de María haciendo el tonto por el parque el día anterior. Sonrió involuntariamente. Era tan especial. La mujer de su vida. Se secó, pensó en el pinchazo y se estremeció. ¡No le gustaban las agujas! Luego, al vestirse, recordó que en un par de días se cumpliría un año desde que empezaron a salir. «Tengo que comprarle un regalo», se dijo. «¿Y si dejo la donación para otro día?» Salió de casa en dirección contraria al centro de donaciones, contento de haber encontrado un providencial pretexto... En el mismo instante, al otro lado de la ciudad, en el hospital, atendían a una chica que acababa de perder mucha sangre tras un accidente. Una transfusión le salvó la vida. Se llamaba María.