Antonio Cañizares
Marcelo González y Santa Teresa
Hace algunos días recordábamos el décimo aniversario de la muerte de D. Marcelo González Martín, tan recordado y añorado cardenal arzobispo de Toledo, Primado de España. Fue un Primado del que España recibió mucho, que nos dejó un gran legado y una estela de santidad y sabiduría, de luz orientadora e iluminadora para el tiempo que vivió y para nuestro tiempo, que hemos de destacar y seguir. Dios, en su providencia, quiso que muriese la víspera de la fiesta de la Transverberación de Santa Teresa de Jesús. D. Marcelo era profundamente teresiano, llevaba a Santa Teresa muy en sus entrañas. Como ella y compenetrado con sus enseñanzas, muy en su escuela, intentaba también llevar a cabo la renovación eclesial y social que la Iglesia necesitaba. No en vano se ha dicho de él que es, seguramente, uno de los pastores de la Iglesia que mejor comprendió y llevó a cabo la reforma o renovación de la Iglesia querida e impulsada por el Concilio Vaticano II. Su legado en escritos, obras y palabras, en su ministerio episcopal son un hontanar, una fuente caudalosa donde sería muy bueno que bebiésemos para la renovación humana, social, cultural y eclesial de la que hoy andamos tan necesitados. Dos grandes figuras de la renovación que no se queda en las ramas: el cardenal Marcelo González y la Santa universal de Ávila, Teresa de Jesús, Doctora de la Iglesia. Cuando, en septiembre de 1970, fue proclamada doctora de la Iglesia, pocos, como D. Marcelo, a la sazón arzobispo de Barcelona, se percataron de lo que significaba tal proclamación como doctora de la Santa de Ávila. «El acontecimiento es demasiado importante y significativo para que lo dejemos pasar en silencio», reconocía nuestro admirado y querido don Marcelo. Por ello se apresto a escribir una inolvidable y enjundiosa carta pastoral, encabezada por estas palabras de la Santa tomadas del libro de Las Moradas, que resumen todo su magisterio: «Y a mí parecer, jamás nos acabamos de conocer si no procuramos conocer a Dios». ¡Qué coincidencia y semejanza con el encabezamiento con el que el Papa Juan Pablo II inició la enseñanza, que lo resume todo, del Catecismo de la Iglesia Católica publicado en el umbral del tercer milenio del cristianismo, con esta frase evangélica: «Ésta es la vida eterna, que te conozcan a ti Padre y a tu enviado Jesucristo».
D. Marcelo, en efecto, no dejó pasar en silencio aquella proclamación del doctorado o magisterio universal, siempre vivo y actual de la gran Santa de Ávila, patrona de España, sino que se constituyó en uno de los principales comunicadores, por no decir el principal, de la enseñanza teresiana de la Iglesia en España, porque pocos, como él la han escuchado tan discipularmente, la han aprendido mejor, la conocen tan desde dentro y con tan grande familiaridad, y por eso saben de su profundo y amplio alcance, de su importancia para este mundo nuestro. El próximo año se van a cumplir los 500 años del nacimiento de Santa Teresa y dejarnos llevar de la mano de D. Marcelo puede ser un medio espléndido en el magisterio teresiano, tan rico, fecundo, bello, hondo y renovador, del que andamos hoy tan necesitados.
Ávila, a lo largo de 25 años, fue receptora privilegiada y de primera mano de la palabra de D. Marcelo sobre la Santa, en esa presencia ininterrumpida cada año para conmemorar en el monasterio de la Encarnación la Transverberación de Santa Teresa de Jesús –¡qué coincidencia tan indicativa su muerte la víspera de ese día!–. Pero no sólo ha sido Ávila, han sido Barcelona, Toledo, Talavera, tantos lugares como se han beneficiado de la palabra magistral de D. Marcelo, eco de la Santa Doctora. Y, después, sus escritos, sus publicaciones. Ningún obispo en España, y fuera de ella, han superado a D. Marcelo, en esta difusión de la enseñanza doctoral de la Santa. Cómo amaba, cómo conocía, cómo vivía él esta enseñanza. Qué cercanía la suya, qué cercanía tan grande, a las que son, hoy, el testimonio vivo y las mejores discípulas de la Santa Madre reformadora del Carmelo las carmelitas descalzas. Por esto, pocos para guiamos en el próximo Año Jubilar Teresiano como D. Marcelo, «amigo fuerte de Dios», en expresión teresiana, hombre, ante todo de fe, apasionado, como Santa Teresa por la Iglesia. Siempre he admirado y agradecido el gran amor de D. Marcelo a la Iglesia, un amor, como se ha dicho, «costoso, que no cede a las tentaciones de la moda, ni se escapa en silencios reñidos con la misión de centinelas y profetas». Apasionado por la verdad y fiel a ella, como la Santa Doctora, proclamó fielmente la Palabra divina, sin vacilaciones ni temores, con vibración firme y serena, en una alertada sensibilidad ante los retos que el mundo plantea, poniendo a su disposición la belleza de una palabra castellana que, pocos como él, la trasmitieron con más belleza, donaire y riqueza. Hasta en esto nos hace recordar a la Santa. Quiero acabar esta memoria, en el décimo aniversario de su muerte, con las mismas palabras con las que D. Marcelo concluía la mencionada carta pastoral, recogiendo así su mensaje y deseo, que hago míos «La obra de Teresa de Jesús», decía D. Marcelo, tiene todas las condiciones de un mensaje deliciosamente humano y divino. Es una fuerte llamada al descubrimiento de nuestra intimidad, de nuestra riqueza.
Esta actitud, por esencia, por naturaleza exige comunicación, la entrega de todos los bienes a los hermanos: «Pide, en palabras de la Santa en conceptos del amor de Dios, hacer grandes obras en servicio de Nuestro Señor y del prójimo y por esto huelga de perder aquel deleite y contento, que aunque es vida más activa que contemplativa cuando el alma está en este estado, siempre están casi juntas Marta y María, porque en lo activo y superior obra lo interior y cuando las obras activas salen de esta raíz salen admirables y olorosísimas flores, porque proceden de este árbol de amor de Dios y por sólo Él sin ningún interés propio». «Paréceme que debe ser uno de los grandísimos consuelos que hay en la tierra, ver uno almas aprovechadas por medio suyo». Y añade, D. Marcelo, «el hombre actual, tan torturado y empequeñecido, a pesar de su grandeza, necesita más que nunca de una mano que le ayude a trabajar en esa búsqueda y a gozar del encuentro. Dios otra vez y siempre».
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