
César Vidal
Propiedad
Una de las circunstancias que contemplo día a día con mayor desagrado es la falta de propiedad. Me consta que tiene que competir con no pocos aspectos desagradables de la existencia cotidiana, pero me confieso especialmente sensible en esta cuestión. A lo largo del siglo XIX y especialmente en textos legales, se fueron acuñando frases que apuntaban a esa propiedad como una condición indispensable de la vida social. Se sabía, por ejemplo, que la diligencia era propia del «buen padre de familia» o que la probidad lo era del «funcionario». Los límites más afinados de la cuestión podían discutirse, pero, siquiera grosso modo, en la mente de casi todos estaba que había que comportarse con propiedad y que, por ejemplo, no era en absoluto apropiado que un Cristo llevara dos pistolas. La noción de propiedad se ha ido diluyendo en nuestra sociedad de una manera que espanta estética y éticamente. Hay empleados de la limpieza que parecen disfrutar dejando las calles de una ciudad como un cernaguero. Hay políticos a los que pagamos con el dinero que nos sacan de los bolsillos que presumen de que van a liquidar el orden constitucional que han jurado defender. Hay prostitutas que no practican su profesión con discreción, sino que aparecen en programas de televisión para aumentar el cachet. Hay periodistas que no informan, según su real saber y entender, sino de acuerdo con el de aquellos que los mantienen en su escudería política. Hay ejecutivos de entidades financieras que no responden por actos que han arruinado millares de familias que les confiaron sus ahorros. Hay profesores que, en lugar de enseñar, adoctrinan a los alumnos en materias tan peculiares como no dar golpe ni por error y exigir cada vez más derechos. Hay trabajadores que se pasan el tiempo ideando la manera de no trabajar y vivir a costa del prójimo. Hay autoerigidos defensores de la moralidad que, por detrás de la espalda, ponen el cazo para que les viertan sustanciosa recompensa aquellos a los que libran de sus dardos. Hay sindicalistas que en lugar de abogar por los derechos de los obreros se dedican al placentero pasatiempo de consumir mariscadas. Ciertamente, no creo que lleguemos a contemplar nunca algo tan ridículo y vanidoso como un cura tapándose la calva con una peluca, pero reconocerán los amables y pacientes lectores que no vivimos en una sociedad que rezume propiedad. Y, bien pensado, ¿no funcionaría todo mejor simplemente con que cada uno, desempeñe la función que desempeñe, la ejerciera?
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