Paco Reyero

Pyongyang Disney

La Razón
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Las fotografías nocturnas de los satélites distinguen a Corea del Norte por su oscuridad. En Pyongyang no hay alumbrado público y la gente va a tientas por las avenidas, andando despacio para no chocar con las gigantescas estatuas de los líderes supremos. No es que se camine sin rumbo. Se va y se viene a algo concreto y el que anda permanece en tensión, porque, en un descuido, puede ser acusado de tentativa de asesinato...por un desmoche contra una estatua del tamaño de Godzilla. No hay cafeterías ni internet y el metro se ha excavado a cien metros bajo tierra en un paradójico dos por uno: es esperar la línea y encontrarse protegido ante un ataque nuclear, es desplazarse y permanecer. Algunas organizaciones no gubernamentales que luchaban contra las hambrunas cíclicas abandonaron porque el régimen discrimina las raciones de arroz en función de si se es población útil, tibia o inútil. A estos se les está tolerado morirse...si se atreven. Como el país permanece huérfano de turistas, que lo ponen todo perdido, y también de testimonios periodísticos, salvo los que detallan la nueva temporada de bombas, para saber algo de aquellos lares hay que tirar de los vendedores de Avón: de los que han podido trabajar allí y vuelven contándolo. De ellos, uno de los mejores es el brillante Guy Delisle y su novela gráfica «Pyongyang» (Ed. Astiberri). A este dibujante lo contrataron como supervisor durante tres meses porque la capital norcoreana, además de todo lo que no se cuenta, es una subcontrata de la industria del dibujo de la que se han servido Europa y Asia, como una factoría Disney de esclavizados. Merece la pena leerlo. Entre otras cosas se aprende que los autobuses de línea, heredados de la vieja Hungría soviética, llevan estrellas en la carrocería: por cada 5.000 kilómetros sin accidentes se le concede una estrella. En Pyongyang, por lo que se ve, también hay sentido del lujo.