Ley electoral

Un asunto escabroso

La Razón
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Vuelve a oírse el ruido de los tambores en pro de una reforma amplia de la ley electoral. Han pasado los comicios catalanes y los partidos se preparan para la confrontación municipal y regional que tendrá lugar en menos de dos años; y sobrevuela la posibilidad de unas generales prematuras. El del sistema electoral es, quizás, el asunto más escabroso de la política porque de él dependen las reglas de reparto del poder y, por ende, la configuración misma de los partidos políticos, de su disciplina interna y de su procedimiento de selección de las élites que ocuparán las numerosas poltronas institucionales en las que se plasma la representación de los ciudadanos. Escabroso, nos dice el diccionario, es todo lo que resulta desigual, accidentado, embarazoso, casi irresoluble e, incluso, inmoral. Todo eso está en nuestro sistema electoral y, por cierto, en todos los demás, al punto de que, cuando se definen sus pormenores, sólo se piensa en sus posibles resultados, especialmente para beneficiar a quienes ostentan el poder. En nuestro caso, esa tarea recayó en un intelectual y avezado político antifranquista, Óscar Alzaga, que pertrechado de abundante material sociológico, lo diseñó para que la UCD, con Adolfo Suárez a la cabeza, pudiera resultar ganadora, aunque sin mayoría absoluta, en las elecciones del 15 de junio de 1977. Alzaga hizo pleno y, como destacó uno de los principales críticos de su sistema, el profesor Urdánoz, «logró lo increíble: contentar al búnker franquista, a la oposición y al gobierno», a la vez que «nos dio a los españoles la oportunidad de transformar una dictadura militar en una democracia constitucional».

Pero resulta que, además de a la UCD, la ley electoral benefició también al PSOE y a los partidos nacionalistas de derecha, con lo que, cuando llegó el debate constitucional, a pesar de las advertencias en contra de Óscar Alzaga, a todos ellos no se les ocurrió mejor cosa que meterlo entre los artículos 67 y 70 de la Constitución para seguir beneficiándose de sus vicios. Y en eso estamos. Ahora, ni el PP ni el PSOE quieren oír hablar de la reforma, salvo que se trate de hacer retoques estéticos con respecto al voto de los discapacitados o al de los españoles que han emigrado a otros países, sin olvidar a los tránsfugas –que es un cáncer que a veces les corroe–. Y los nacionalistas no digamos: los catalanes vienen de sacar tajada, en forma de unos cuantos diputados de más, para mantener su mayoría; y los vascos hacen como que no oyen, aunque estén atentos para que nada altere sus cinco preciados escaños –que valen un potosí, pues llevan cupos, AVE y otras canonjías– en el Congreso de los Diputados.

El ímpetu reformista se queda para los segundones, como los de Ciudadanos y Podemos, que ven mermada su representación con relación a la proporción de los votos que obtienen. Sus propuestas caerán, seguramente, en saco roto. Es una pena porque nuestra democracia necesita volver a confiar en los partidos.