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Un Goya para Woody Allen

La Razón
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Mañana no serán solo las alfombras las que luzcan de rojo, también los abanicos se teñirán de color pasión para protestar contra el machismo en la gala de los Goya. Contra el machismo y tantas otras cosas habría que protestar cada día. Pero una noche al año tampoco hace daño, hombre, no se ponga usted así. En estos vericuetos siempre me pregunto si entre los asistentes a la gala no habrá quien haya amortizado un guantazo creyéndose Glen Ford en «Gilda». Quiero decir si entre los abajo firmantes no hay quien escupiendo a los demás en público posee vicios privados y mucha hipocresía pública. Ellos o ellas, por mucho que empuñen el lenguaje del abanico, que era el que usaban cuando no las dejaban hablar así, como nosotros, mirándonos a la cara. Woody Allen no está invitado ni tendría por qué estarlo. No está nominado. Está expulsado del Olimpo. Cuando vino a España a rodar «Vicky Cristina Barcelona», protagonizada por la pareja pancarta Javier Bardem y Penélope Cruz, todo el mundillo hablaba del director. Hoy solo tendrá reproches, o lo envasarán al vacío como si nunca hubiera estado por aquí. Como si todos los que se sientan a mirarse el ombligo no hubieran deseado trabajar con él. Yo sí quiero trabajar con Woody, claro que no doy el perfil, pero a poco que pasa el tiempo, o rueda conmigo, o tendrá pocas oportunidades de que una persona humana se le ponga delante de la cámara. Al fin tendré una oportunidad de interactuar con eso que llaman un icono.

Allen es una loa al cine y los Goya es el anticine. Un plano secuencia del tedio de vivir. No porque las películas sean más o menos buenas, que hay de todo, sino porque nos recuerdan eso que un filme nos hace olvidar. Que si está o no el ministro que ha dado más puntos a las mujeres para recibir subvenciones y que a pesar de ello lo llamarán machista; que Rajoy no ve cine español, si los chistes de Albacete son de verdad de allí o ya se han contaminado de las tontás de los actores de la capital. En fin, lo que viene siendo el aburrimiento de existir por el que se inventó la literatura y luego el cine y lo que echan por Netflix y por ahí. En «La rosa púrpura de El Cairo» el actor traspasaba la pantalla. En los Goya, es al revés. La vida real con toda su fealdad se cuela en el proyector. Un lazo pues en una butaca por Woody Allen como si fuera uno de los presos del independentismo, que al cabo nunca nos han hecho reír o llorar como si nos fuera la vida en ello. El mejor montaje, ya puestos, que sea para los vídeos de Puigdemont. Un género de terror tan novedoso como en su día «Las brujas de Blair». Nadie como Woody retrata la miseria humana, incluso la suya propia. Por eso cuanto más se le acosa más grande se hace.