María José Navarro
Virus
Afortunadamente, Miguel Pajares ya está en España. Se han hecho larguísimos todos estos días de espera, escuchando a las religiosas que le atendían en el Hospital San José de Monrovia contar cómo iba perdiendo fuerza, como había dejado de comer, cómo la fiebre iba en aumento. Se han hecho larguísimas las horas de silencio de dos monjas a las que habíamos oído relatar cómo estaba Miguel y que finalmente cayeron enfermas también. Es horrible saber que las hemos dejado en Liberia, que no queda otra, que no es posible hacerse cargo de ellas. Pero afortunadamente, Miguel Pajares está ya en España, no tiene hemorragias y lo que hay que desear ahora es que se recupere. No creo que podamos recordar haber oído jamás a un misionero pedir ayuda, rogar que le saquen del lugar al que está dedicando su vida. Así que apunten este caso en sus agendas, por si tuvieran que recordarlo algún día. Y cuando lo hagan, también se acordarán de que hubo voces que criticaron la repatriación, que aparecieron los que consideraban necesaria la exigencia a su orden religiosa para que se hiciera cargo de los gastos, que aprovecharon los que, con tal de reivindicar, olvidaron el rigor, la profesionalidad y hasta la humanidad. Una, que paga sus impuestos, lo hace convencida de que para estas cosas valen. Para que repatríen a un religioso, a un cooperante ateo, a veinte familias españolas de Gaza y hasta a un alpinista con chanclas que esté pasando fatiga en el Everest. He visto que Donald Trump, rijoso milloneti dedicado al coleccionismo de esposas, ha pedido al gobierno de EE UU que deje a sus enfermos de ébola fuera de las fronteras. Ha terminado de convencerme, oigan.
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