El ambigú

Cuando la política se convierte en gasolina

La polarización política y la demagogia se convierten en aliados del fuego

En los últimos veranos, España ha visto cómo las llamas devoran miles de hectáreas de monte, cultivos y patrimonio natural. Cada vez que la tragedia golpea, se repite un patrón político que resulta tan previsible como dañino: discursos que parcelan la emergencia como si lo que arde fueran pequeños reinos de taifas y no un país entero. Algunos responsables parecen concebir España como si fuera una «Unión Europea» reducida, un mosaico de territorios aislados donde cada incendio es un asunto local. Así, cuando el fuego arrasa Galicia, León, Extremadura o Cataluña, se percibe como un problema ajeno al conjunto. Pero las emergencias –y especialmente el fuego– no entienden de títulos competenciales ni de mapas autonómicos. Lo que arde es España, y la respuesta debería ser la de una nación solidaria, unida y coordinada. No ayuda en absoluto que, desde cómodos lugares de veraneo, algunos responsables políticos se apresuren a señalar culpables, apuntando al cambio climático como único origen o a una supuesta menor inversión de las comunidades autónomas en prevención y extinción. Los datos muestran que, en los últimos años, todas las comunidades autónomas han incrementado sus presupuestos en estas partidas, y cabe preguntarse si los medios aéreos estatales han aumentado. Enfrentar una emergencia requiere acción inmediata, coordinación y liderazgo, no declaraciones incendiarias ni rifirrafes mediáticos. La polarización política y la demagogia, en estos contextos, se convierten en aliados del fuego: retrasan decisiones, debilitan la cooperación y siembran desconfianza entre administraciones. Resulta imprescindible analizar las causas estructurales que hacen que nuestros montes sean cada vez más vulnerables: el abandono de los usos forestales tradicionales, la desaparición de la ganadería extensiva, la despoblación rural y la acumulación de biomasa no gestionada han convertido vastas superficies en auténticos polvorines. España no es la Comisión Europea, y sus ministros no son comisarios europeos que se limitan a repartir competencias sin asumir responsabilidades. Defender nuestros bosques y paisajes exige una política de Estado, capaz de poner en marcha un sistema integrado de prevención y extinción que funcione como un todo, y no como un puzle de 17 piezas que encajan a veces por casualidad. Esto pasa por reforzar medios estatales, asegurar la interoperabilidad entre recursos autonómicos y nacionales, y establecer protocolos claros de apoyo mutuo, sin esperar a que la magnitud del desastre obligue a improvisar. La actitud de algunos dirigentes, más preocupados por el rédito político de un titular o un tuit que por el humo que respiran los vecinos de las zonas afectadas, es una de las formas más perversas de irresponsabilidad pública. No se apaga un incendio con hashtags ni se recupera un bosque con reproches televisados. Las emergencias exigen presencia física, decisiones rápidas y cooperación leal. El fuego no distingue entre comunidades autónomas, ideologías o periodos electorales. Frente a la devastación, la única respuesta legítima es la que nace de la solidaridad, la responsabilidad compartida y la eficacia técnica. Si algo debiéramos haber aprendido tras décadas de veranos negros es que no hay mejor cortafuegos que la unidad. Y que cada hectárea perdida es un fracaso colectivo. La política que se atrinchera en competencias y reproches no solo no ayuda: echa gasolina al incendio. España necesita líderes que, en lugar de buscar culpables, se pregunten qué más pueden hacer, cómo pueden sumar recursos y cómo garantizar que lo que hoy es humo no sea, mañana, ceniza permanente. Las llamas se extinguen con agua, medios y planificación. La desconfianza y la confrontación, en cambio, solo las avivan. Y si algo está claro es que, ante una emergencia, la demagogia, el enfrentamiento político y la estulticia son tan peligrosos como el fuego mismo. España merece más responsabilidad y menos tuits.