Opinión

“Mi cuerpo, tu eslogan”

El aborto no es un trofeo populista, es como siempre ha sido una desgracia

La reforma constitucional para “blindar” el aborto en España abre de nuevo el debate frontal entre el Gobierno y la oposición. Pedro Sánchez, tras el modelo francés, propone que la Carta Magna recoja el derecho de las mujeres a la interrupción voluntaria del embarazo, para evitar retrocesos legales futuros y exigir que todas las comunidades cumplan la ley, incluso las más reacias como Madrid: el PP anuncia que no apoyará la medida, Vox exige directamente la derogación de la ley actual, y juristas advierten que podría dejar al aborto menos protegido que ahora...​

Pero el ruido político apenas toca el fondo del problema. El aborto no es un trofeo populista, es como siempre ha sido una desgracia: el síntoma más brutal de una sociedad ineficaz en la protección de sus mujeres y sus niños; la prueba más clara de que seguimos viviendo en un sistema machista: si la maternidad no fuera una condena económica, física, ni una pérdida de estatus, abortar sería casi innecesario.

No creo que el aborto sea una conquista feminista; creo que es un fracaso colectivo donde prohibirlo me parece tan salvaje como hipócrita.

La mayoría de mujeres que aborta lo hace porque no hay alternativa: ni redes de apoyo, ni sistema público capaz de cuidar a los niños que nadie quiere, ni familias adoptivas suficientes. La política se pelea por hashtags, pero no ofrece soluciones reales a quienes se ven atrapadas entre la maternidad como condena y la única salida del aborto clínico.

La cultura del aborto no debería celebrarse. Abortar es interrumpir una vida que, nos guste o no, ya había empezado. Y si no podemos hablar de esto con todas las letras, sin santurronería ni pancarta, entonces el feminismo ha perdido su valor más importante: la lucidez.

A las ocho semanas, un feto ya tiene manos, huellas digitales y cerebro en formación. La realidad biológica no se anula por decreto, ni debería usarse para alimentar consignas. Pero tampoco se puede exigir a una mujer que lleve adelante un embarazo si va a criar sola, en la pobreza o el miedo. Lo único peor que un aborto es la hipocresía de quienes lo juzgan sin atender causas ni acompañar consecuencias.

Hannah Arendt advirtió del peligro de trivializar el mal: hoy el aborto se asume como trámite administrativo, entre sonrisas y eslóganes de “mi cuerpo, mi decisión”. Lo cierto es que abortar nunca es empoderar; es sobrevivir.

Hasta que nuestro sistema repare esa fractura, cualquier reforma será solo un pulso electoral más. Mientras tanto, el aborto seguirá siendo un acto de soledad, de dolor y —para muchos— de una culpa que nadie debería banalizar ni instrumentalizar.