Apuntes

Dinosaurios y la «zona libre de meteoritos»

Millones de madrileños admiten dócilmente su discriminación por razón de renta

En esas noches claras, navegando lejos de las luces de la costa, con el viento que late en las velas y mecido por una mar amable uno puede asistir a una lección magistral sobre la perspectiva. El maestro es la bóveda celeste, inmensa, que te indica cuál es tu lugar en el cosmos, infinitesimal y, sin embargo, único. De mañana, al largo de la Foz do Arelho, se divisa la lengua de tierra que creó un terremoto en el siglo XV. Obidos, cierto, perdió su puerto, pero surgió una hermosa laguna y más hacia el norte, antes de embocar la bahía de Nazaré, se pueden observar las señas de otras cicatrices, las que dejaron el gran sismo y el tsunami de Lisboa, un día de Todos los Santos de 1755, que se llevaron más de 100.000 vidas –diez mil de ellas en España– e hicieron descender la sonda más de 30 metros, en un alarde de cambio geológico asombroso. En la costa atlántica de Portugal, como también en la cantábrica española, las aguas están limpias, las orcas persiguen bancos de atún y, desde hace unos años, se divierten rompiendo las palas de timón de los veleros. Llegan plásticos a las playas, claro, pero son muy pocos si los comparamos con el vertedero que suponen los deltas y desembocaduras de los ríos africanos y asiáticos. En nuestras playas vuelven a desovar las tortugas, las vedas pesqueras restablecen las poblaciones y los pescadores pagan con sus ingresos la depredación sin límites de las flotas de Asia y de las que navegan bajo pabellón de conveniencia. Los europeos luchamos contra el fantasma del CO2, mientras el resto del mundo se aplica al crecimiento industrial y multiplica las centrales a base de carbón e hidrocarburos. Rechazamos el fracking, renunciamos a explotar las minas de litio y en nuestra ciudades, como Madrid, el ciudadano admite dócilmente la discriminación por razón de renta. Son millones los madrileños que no disponen de una plaza de estacionamiento en el domicilio o en el puesto de trabajo en la que poder recargar la batería de un vehículo eléctrico. Millones que pagan impuestos, tasas y otras gabelas a quienes se impele a renunciar al vehículo propio en aras de un transporte público que colapsaría a la primera de cambio mientras los vecinos con posibles adquieren coches eléctricos –híbridos, en su mayor parte, no vaya a ser que te quedes tirado en el peor momento y no tengas autonomía para ir a la segunda vivienda costera– y disfrutan de las vías que todos pagamos. No se trata de reñir al alcalde Almeida, al que la Justicia le ha pedido que cuantifique el quebranto económico de familias y trabajadores que causan las zonas de bajas emisiones, porque a estas alturas la rebeldía ya es sólo un gesto heroico de las derechas que te lleva a la catacumba social. Mejor dejarse llevar por el pensamiento dominante, el mismo que impulsan los que siempre viajarán en las chaikas del parque móvil de los ministerios. Nos han convencido de que el gas de la vida en la Tierra, el CO2, es un contaminante y que cuatro pelagatos, los europeos, podemos corregir algo como el clima, que todavía somos incapaces de entender cómo puñetas funciona. Y vuelvo al mar. Poco a poco sube su nivel y, poco a poco, va deshaciendo las calizas costeras, donde se almacena el CO2 que dio esplendor a los dinosaurios, esos bichos que no supieron establecer a tiempo una «zona libre de meteoritos» con capacidad de destrucción planetaria.