Cuaderno de notas

La diplomacia tiene su gracia

Petro habla del yugo español y, si lo escuchas con atención y te dejas llevar por la cosa Pétrica, te crees que antes de Colón allí estaban en la república de Weimar

Apunté en mi cuaderno que la luna llena sobre Madrid concede a los árboles de la ciudad un verde casi de plata. Desde las azoteas, el Parque del Retiro se parece al Cráter del Ngoro-Ngoro. Acaricia los bloques de edificios un aire lejano como de praderas y cielos de noche de verano de precampaña. En ese clima selvático y fragante como de espesura, Sánchez recibió a Gustavo Petro en La Moncloa. Le enseño la fuente de Guiomar, el pacto con Bildu y un aparatillo que, cuando está encendido, mi Españita se pone de parte del que se mete con mi Españita. Porque somos un país que va con el equipo contrario. Porque va el Rey a Colombia y, si no se levanta cuando le restriegan por las narices el sable de Simón Bolívar, se monta un lío que no veas. Pero después, viene Petro a la Moncloa a decir no sé qué del yugo español y, nada, unas risas. Sánchez, cómo lo pasaba. Petro, antitaurino y anti muchas cosas, habla del yugo español, un cliché negro legendario e intolerable donde en 1523 había señores y siervos y, si lo escuchas con atención y te dejas llevar por la cosa Pétrica, te crees que antes de Colón allí estaban en la república de Weimar, o algo. Asi te da una lección de historia de las libertades con un aplomo y un adanismo y una cadencia reposada como de rasgueo de guitarra de canción vallenata, como si aquí en España nos hubiéramos bajado de no sé qué árbol. El buen salvaje español, ya se sabe, te lo explica Petro en plan seriéfilo para que lo entienda el cochino español occidental tirado a la Bartola en su indolencia de sofá y te cita «Game of Thrones» como todos los populistas. Gustavo Petro no se puso el frac en el Palacio Real porque lo considera antidemocrático. Después va por ahí su primer ministerial culo por ponerse el sombrero de plumas del primer jefe indio de una tribu en la que hasta la semana pasada se comían a los opositores.

La diplomacia tiene su gracia. Félix Bolaños nunca debió cruzar a este lado del Jarama. El ministro se levantó mientras hablaba la presidenta en el acto del Dos de mayo y seria porque tendría pipí. La jefa de protocolo –una mujer a la que se veía bastante empoderaílla– le cortó el paso. En realidad, se teme al ministro porque le entró el bajío en la exhumación de Franco y ahora maldice cuanto toca: el PP, el PNV, Ciudadanos, lo de Pegasus y la negociación del Poder Judicial, y se cree que en Moncloa lo mandaron a darle mal fario a Sol. No lo quiso dejar entrar Ayuso porque es supersticiosa y es torera. Un día en el callejón de la plaza, Antoñete me pidió fuego y el mechero era amarillo, así que lo tiró al suelo espantado y los banderilleros lo miraban al pasar y les daba repeluco.

Deformar el protocolo para no sé qué es de primero de populismos. Los independentistas confieren mucha importancia a estos numeritos que montan y la tensión de los gestos. Ahora que lo pienso, cuando en Barcelona dejan plantado al Rey, Moncloa no se pone tan flamenca, ni Bolaños se planta donde los indepes no le invitan. En realidad, todos hemos sido Bolaños en la puerta de la discoteca. En Bataplan de San Sebastián recibía un portero que se llamaba Paco y alguna gente para entrar, le decían: «Soy amigo de Paco». Él les respondía: «Paco soy yo y no te conozco de nada».