Apuntes
Para Doñana teníamos un buen plan
Los españoles nunca se han resignado a su suerte climatológica. Han cambiado la geografía
Entre 1749 y 1753, la sequía en España fue tan intensa que no sólo se secó el Tormes, sino que se guardó memoria escrita de aquella calamidad. Luego, y en tiempos de registros, vino la «seca» de 1944 a 1946, con el caudal del Ebro por debajo de sus mínimos históricos, el Manzanares sin gota de agua y, además, se sublimó la nieve en la sierra madrileña y la capital afrontó una gran penuria. Más tarde, tuvimos las sequías de 1979 a 1983, en las que Sevilla llegó a sufrir cortes de agua de 10 horas al día, y la «larga» de 1991 a 1995, que dejó las reservas hídricas al 15 por ciento. Desde entonces, ha habido más periodos secos, como el del año 2017, con el mes de septiembre menos pluvioso desde que hay registros, y el que estamos padeciendo ahora puede, si Dios no lo remedia, convertirse en otro hito histórico, con lo que ello conlleva.
Ciertamente, los españoles nunca se habían resignado a su suerte climatológica y la geografía se fue cubriendo de presas, azudes, embalses, canales y otras obras hidráulicas, sin importar ni el tipo de gobierno ni su ideología. Desde el año 2000, con las nuevas obras se ha conseguido incrementar las reservas de agua en un 2 por ciento, aunque, claro, la población ha subido en un 15 por ciento y se ha acentuado la urbanización de las zonas más secas del Mediterráneo, porque a la gente le gusta más el clima moderado de, por poner un ejemplo, Castellón, que pasar un invierno en Palencia o Soria. Y, luego, está el desarrollo agrícola, basado fundamentalmente en la extensión del regadío, que ha creado vergeles en Extremadura, emporios exportadores en Huelva o Murcia y convertido a los consumidores patrios en gentes privilegiadas a la hora de surtir la mesa. Y si no, dense una vuelta por un súper de Florida, miren lo que valen las verduras frescas y saldrán con la bolsa llena de comida procesada... De ahí que no haya que perder la esperanza de que el PSOE, una vez vistos los efectos en su cesta de votos en la España rural, y azuzado por la previsión de una intensificación del calentamiento global, abandone el talibanismo ecologeta y vuelva a pensar en la realidad del país que gobierna y no en la ensoñación de esos nuevos populismos neomarxistas, siempre a la búsqueda de una razón, de una misión legendaria, para justificar su existencia.
Puede comenzar ahora mismo, en la Corona de Doñana, cumpliendo el proyecto de trasvase de 20 hectómetros cúbicos anuales de agua desde las cuencas del Tinto-Odiel-Piedras a la del Guadalquivir, que fue aprobado por el Parlamento en 2018. Con ello, se matarían ¡cuatro! pájaros de un tiro. Así, se podrían regularizar los cultivos de frutos rojos de la Corona de Doñana, incluidos en el Plan de la Fresa, que aprobó la Junta de Andalucía bajo gobierno socialista; se acabaría con la sobreexplotación del acuífero del Parque Nacional, se dispondría de una reserva de aguas superficiales para casos de emergencia medio ambiental, como el actual, y se aliviaría el consumo de ese horror urbanístico que es Matalascañas. En cinco años, lo único que ha hecho el Gobierno de Sánchez con el plan de Doñana es utilizarlo, además a última hora, como munición contra el Partido Popular. Porque de las obras necesarias no hay noticia. Y, después, podrían darle una vuelta al Plan Hidrológico de la cuenca del Ebro o, en su defecto, ponerse a depurar las aguas residuales y reparar las conducciones. Y si tiene que caer Ribera, pues que caiga.
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