Casa Real

El Rey que aguantó el desafío

La Razón
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El 19 de junio de 2014, Felipe VI fue proclamado Rey ante las Cortes Generales –siguiendo el artículo 61.1 de la Constitución– y como último paso tras la abdicación de Don Juan Carlos I semanas antes. El proceso de transmisión de poderes fue ejemplar y el Estado en su conjunto demostró su solidez. Los retos que el Monarca tenía por delante no eran pocos, ni menores: adecuarse a un nuevo momento marcado por la exigencias de una sociedad que reclama transparencia y ejemplaridad pública y, en este contexto, afianzar la Monarquía constitucional como la institución que representa a todos los españoles, valedora de una sociedad democrática y tolerante. Era un cambio generacional y, en este caso, la de la Transición que ha representado Don Juan Carlos la que afronta ahora los grandes cambios en el mundo desde una perspectiva y conciencia plenamente europeístas encarnada por Don Felipe. Al cumplir los 50 años, el Rey, en plena madurez vital, ha tenido que afrontar el mayor reto, no sólo de su corto mandato, sino al que España ha sido sometido desde su andadura democrática y constitucional, del que en diciembre se cumplen 40 años. El desafío secesionista catalán es sin duda el más grave porque atenta directamente contra el Estado de Derecho, la convivencia y la unidad territorial de España. En ello va en juego, además, el futuro de la Monarquía constitucional. Cuando el 27 de octubre el Parlament declaró la «república catalana», no sólo suponía la liquidación del régimen que ha asegurado uno de los mayores períodos de prosperidad de nuestra historia, sino que es un ataque frontal a la Constitución y a la legalidad democrática. Su discurso del pasado 3 de octubre fue ejemplar precisamente porque supuso el rearme moral de una sociedad acosada por unas autoridades que «han menospreciado los afectos y los sentimientos de solidaridad que han unido y unirán al conjunto de los españoles; y con su conducta irresponsable incluso pueden poner en riesgo la estabilidad económica y social de Cataluña y de toda España». Por todo ello, fue ejemplar su posición de alentar a los «legítimos poderes del Estado a asegurar el orden constitucional y el normal funcionamiento de las instituciones, la vigencia del Estado de Derecho y el autogobierno de Cataluña, basado en la Constitución y en su Estatuto de Autonomía». Como no podía ser de otra forma, el Rey unió su destino a la democracia española sin distinción de territorios y al de los catalanes, que veían cómo sus instituciones habían sido víctimas de un «inaceptable intento de apropiación de las instituciones históricas de Cataluña». La relación de Don Felipe con el principado siempre ha sido estrecha, ha mantenido continuos contactos con el mundo empresarial, político y social y está plenamente informado de sus proyectos. Ha entendido y defiende su identidad y también su diversidad cultural. Desde la desaparecida CiU se propició un distanciamiento muy calculado en su giro soberanista que tuvo su momento más significativo cuando se abstuvo en la aprobación de la ley orgánica de Abdicación, pieza legal clave para propiciar el relevo. Ahora, los herederos del partido fundado por Jordi Pujol han abrazado un republicanismo partidista de inspiración populista cuyo recorrido sólo puede llevar a un callejón sin salida, cuando no a la pérdida de la cortesía institucional básica. El último caso tuvo lugar ayer con la denegación del Auditorio de Gerona para celebrar la entrega de los Premios de la Fundación Princesa de Gerona. Olvidar que bajo la monarquía constitucional Cataluña alcanzó las mayores cotas de autogobierno es un grave error.