Memoria histórica

Una memoria histórica para todos

La Razón
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La exhumación de los restos mortales de Francisco Franco de su actual emplazamiento en el Valle de los Caídos y su previsible traslado a un panteón familiar no debe suponer mayor objeción, una vez que se produzca, como así parece, con la aquiescencia de su familia y de la Iglesia, que es la entidad que tiene a su cargo la tutela de los lugares de culto y cementerios, según los acuerdos firmados por el Estado español con la Santa Sede. Tampoco, en realidad, supone cambio trascendental alguno. Ni del pretérito cercano –pues ya nada puede alterar el hecho histórico de que Franco ganó la Guerra Civil e implantó un régimen dictatorial que se prolongó durante cuatro décadas– ni del presente de un país como España, que goza de una de las democracias más avanzadas del mundo tras haber protagonizado una Transición modélica, que puso especial cuidado en la búsqueda de un consenso constitucional en el que se encontraran cobijados todos sus ciudadanos, con independencia de cualquier adscripción ideológica. Pero mucho nos tememos que ni siquiera con la exhumación del cadáver de Franco, la actual izquierda socialista española renuncie a su particular cruzada contra el régimen anterior, convencida de que agitar el espantajo de la dictadura supone empujar a la derecha española a extramuros del sistema y, con algo de suerte, propiciar una extrema derecha que rompa el voto conservador. Sin embargo, la cuestión no tendría mayor importancia, puesto que, incluso, en la cuestión que se refiere a los «herederos del franquismo», éstos están muy repartidos, –familiarmente, claro–, en todos los partidos, si no fuera por el reciente resurgimiento en España de una extrema izquierda radical que trata de identificar al «régimen de la Transición» con la dictadura, con el propósito de deslegitimarlo. No es una pulsión exclusiva de nuestros jóvenes comunistas, sino que es compartida por los separatistas, que tratan de extender la falacia de que la «unidad de España» es un invento franquista y no un principio constitucional, por otra parte, anclado en una historia bimilenaria. Pero si produce cierta melancolía y distanciamiento observar la pasión con la que algunos pretenden ganar una guerra que ya perdieron –o ganaron–, sus abuelos, no conviene despachar con el mismo desdén la actitud del Partido Socialista. Y esto es así porque si grave es que una de las dos grandes formaciones políticas españolas se haya quedado sin proyecto para el siglo XXI, peor parece verla deambular por la periferia del oportunismo. Que una Ley de Memoria Histórica, más allá del concepto erróneo que implica su título, sólo pretenda reconocer a una parte de las víctimas de la gran tragedia sufrida por España o trate de imponer penalmente –tras las consiguientes reformas del Código Penal y de la ley de asociaciones de derecho público– una visión parcial de la historia, que se pretende única, nos retrotrae a los viejos usos que ensangrentaron los campos de batalla de la Europa del siglo XX. De la misma manera que no es tolerable que cualquier llamamiento a la racionalidad, que cualquier apelación a la inmutabilidad de los hechos pasados, se despache sumaria y aviesamente con una supuesta reivindicación del franquismo, tampoco es aceptable la pretendida introducción de nuevos delitos de opinión basados en meras percepciones partidistas. La sociedad española, que, en general, asiste con sorna al espectáculo de la «lanzada a moro muerto», tiene en su presente problemas mucho más urgentes que solventar. Si el PSOE no sabe cómo hacerlo, que busque consejo.