Apuntes

El embajador Galindo

Se enfrenta a una tarea hercúlea: garantizar que Sánchez haga honor a la palabra dada

Supongo que el embajador Galindo nadará en un mar de dudas. Por ejemplo, ¿el desarme de los Mossos entra en la negociación? ¿Y el de la Guardia Civil? Además, tiene que responder a agudas preguntas como ¿cuál es la fuente de la legitimidad de las instituciones catalanas y españolas? ¿Pueden admitirse como parte en la resolución del conflicto? o ¿la capacidad negociadora se atribuye exclusivamente a las partes enfrentadas, es decir, el PSOE y Junts? Ítem más: ¿Junts y el PSOE representan al conjunto de la población de los respectivos territorios o hay otros actores legítimos en concierto? Luego están las cuestiones procedimentales. ¿Debe establecerse un período de tregua durante la primera fase de las negociaciones o las unidades armadas de las distintas facciones pueden ejercer acciones de fuerza para sostener sus zonas de despliegue? Y, muy importante, ¿Carles Puigdemont y Pedro Sánchez pueden gozar del status de beligerantes? Ciertamente no me gustaría estar en la piel del embajador Galindo, forjado en la terrible guerra civil de su país, El Salvador, –aunque, por su biografía, se pasó la mayor parte del conflicto en el extranjero, lejos de la artillería del Ejército y de la minas-trampa de la guerrilla–, y partícipe en las negociaciones del desarme de las FARC colombianas, con el negocio del narcotráfico de fondo, porque le aguarda una tarea hercúlea; nada más y nada menos que garantizar que el presidente del gobierno español cumpla la palabra dada a los independentistas catalanes y se pueda poner fin al conflicto. Me perdonarán los lectores, pero hay cosas que es mejor tomárselas a rechifla para no acabar hecho un mar de lágrimas. Porque, en Suiza, socialistas que han prometido guardar y hacer guardar la Constitución están poniendo en duda la legitimidad de la democracia española para que Pedro Sánchez pueda seguir residiendo en La Moncloa. Luego, cuando ni siquiera pueda salir a tomar un café sin que le abucheen, que no se queje. De paso, le puede preguntar al embajador Galindo cómo se destruye el Poder Judicial, cómo se reemplaza por una Justicia de partido y las dificultades que entraña devolver las libertades y los derechos políticos a la gente. No es inocuo que alguien, como Puigdemont, llame «cuervos togados» a los jueces o que desde la misma Presidencia se insinúe que la Magistratura ejerce de oposición al Ejecutivo, como si el espíritu de José Ricardo de Prada sobrevolara los tribunales con su ominosa sombra. Sin duda, el embajador Galindo no debe ser consciente de que está amparando una negociación a espaldas de un Parlamento elegido democráticamente y fuera de los límites del ordenamiento jurídico de una democracia plena. Que una minoría, menos del 6 por ciento de los electores, tratan de imponer sus condiciones a la inmensa mayoría de los ciudadanos. Por cuestión de idioma no será, que el embajador Galindo nació y se educó en el buen español de la clase alta salvadoreña. No debe ser consciente, pues, de que pone su nombre al servicio de una iniquidad. Y si lo es, es que nos la tenemos que ver, una vez más, con uno de esos izquierdistas sectarios que suelen hacer carrera en las agencias de Naciones Unidas. Pero no llegará la sangre al río. Ya tuvimos que padecer una pantomima semejante cuando «el desarme» de la banda etarra, derrotada de plano, y los verificadores de parte de la Dunant, mientras nuestros tribunales sentenciaban a los asesinos terroristas a condenas de décadas de prisión. Por lo demás, le deseo al embajador Galindo una pronta y plácida jubilación, bajo el gobierno de Bukele, que ya tiene años y se la ha ganado.