El ambigú

Los enemigos de la Constitución

España ha sufrido dolorosos enfrentamientos de todo tipo, pero subsiste y subsistirá

Las normas que regulan las formas de juramento para tomar posesión de cargos públicos son muy similares, y en todos, incluido el ámbito judicial, en lo que se refiere a la Constitución se utiliza la expresión «guardar y hacer guardar la Constitución». En los Estados Unidos, el juramento de su presidente es del siguiente tenor «Juro solemnemente. …en la medida de mis posibilidades, preservaré, protegeré y defenderé la Constitución de los Estados Unidos». En el juramento militar y el de gobernadores de algunos estados se añade la mención a defender la Constitución frente a sus enemigos, tanto internos como externos. Los norteamericanos perciben la Constitución de 1787 como lo que confiere unidad y continuidad histórica a la ciudadanía, y es fuente de sentimientos comunes por los que los ciudadanos adquieren la certeza de que es posible sacrificar el bien de cada uno en particular. Lo decía Aristóteles en la Ética a Nicómaco «Asegurar el bien de una persona es mejor que nada; pero asegurar el bien de una nación o de un Estado es algo mucho más noble y divino». Parece que la diferencia es que en España no se percibió que la Constitución estuviera en peligro, ni que tuviera enemigos, pero la realidad es que los enemigos internos existen, y disfrutando de los frutos de la propia Constitución se han hecho más fuertes. Pareciera que con nuestro juramento de guardar y hacer guardar la norma magna es suficiente para protegerla, más los recientes y actuales acontecimientos nos sugieren que además de guardar y hacer guardar la Constitución hay que estimular un concreto esfuerzo en una mayor protección frente a los enemigos internos. Muy recordado es el discurso parlamentario de Ortega con ocasión de los debates sobre el estatuto de autonomía de Cataluña en la segunda República y especialmente el momento en el que expresaba que «digo, pues, que el problema catalán es un problema que no se puede resolver, que sólo se puede conllevar; que es un problema perpetuo, que ha sido siempre, antes de que existiese la unidad peninsular y seguirá siendo mientras España subsista», y es este último inciso el que siempre se omite cuando se cita la frase. Pareciera que algunos no solo están en ensoñaciones independentistas sino en auténticos procesos de destrucción de España; es curioso como el propio Ortega identificaba el nombre técnico del problema «nacionalismo particularista» y nos daba la definición: «Es un sentimiento de dintorno vago, de intensidad variable, pero de tendencia sumamente clara, que se apodera de un pueblo o colectividad y le hace desear ardientemente vivir aparte de los demás pueblos o colectividades. Mientras éstos anhelan lo contrario, a saber: adscribirse, integrarse, fundirse en una gran unidad histórica, en esa radical comunidad de destino que es una gran nación, esos otros pueblos sienten, por una misteriosa y fatal predisposición, el afán de quedar fuera, exentos, señeros, intactos de toda fusión, reclusos y absortos dentro de sí mismos». España ha sufrido dolorosos enfrentamientos de todo tipo, pero subsiste y subsistirá, y es tan grande que en la misma caben este tipo de nacionalismos particularistas que serán lo que son mientras no pretendan la desaparición de España, puesto que hay una gran mayoría hoy y hace mucho tiempo que tenemos como propósito el formidable afán de ser españoles y de formar una gran nación disolviéndonos en ella. Por eso, como decía el propio Ortega «de la pluralidad de pueblos dispersos que había en la Península, se ha formado esta España compacta», y si esta realidad se tiene clara no hay problema, el problema solo aparece cuando quien debe tenerlo claro sucumbe ante su propio egoísmo y juega con la Constitución.