El ambigú

La historia interminable

El papel del Tribunal Constitucional es crucial, pero no se puede utilizar como una suerte de jurisconsulto

Los sucesos que la humanidad vive hoy no son nuevos, y el problema es la ausencia de estudio reflexivo y objetivo asomándonos a la historia para analizar, y de alguna manera, intentar no repetir los errores padecidos. Tras el advenimiento de la Segunda República se aprobó el primer estatuto de autonomía para Cataluña, texto que rebajaba la efervescencia nacionalista ya existente en aquel momento, al no declarar que «Cataluña es un Estado autónomo dentro de la República española», estableciéndose en su lugar que «se constituye como una región autónoma dentro del Estado español».

Lo que pasó en Cataluña en 1934 es harto sabido y tras sus consecuencias judiciales en forma de condenas por el Tribunal de Garantías de la República, los partidos coaligados bajo la denominación Frente Popular adelantaban en su programa electoral para las elecciones de 1936 la concesión de una amnistía; tras su victoria electoral lo llevaron a cabo a través de un decreto-ley que fue aprobado por la Diputación Permanente del Congreso; constaba de un solo artículo, siendo debatido de forma urgente y muy rápida, con una convocatoria del día anterior mediante telegramas, provocando que no pudieran acudir todos los diputados. Según comentarios de la época pesó mucho en el respaldo al decreto ley el ambiente de crispación y enfrentamiento que adelantaba ya la guerra civil, así como los graves y continuos problemas de orden público.

Notables diferencias se dan entre aquel momento histórico y la actualidad, en primer lugar, la amnistía no ha sido objeto de anuncio electoral alguno, más bien todo lo contrario. España vive uno de los momentos más prósperos de toda su historia y no hay problemas de orden público. La Transición puso fin a aquellos enfrentamientos políticos que deslegitimaron la II República una y otra vez, y ello, sobre la base de un pacto político que alumbró la Constitución de 1978, marco necesario de referencia de toda actividad política. Decía Azaña, apesadumbrado por los derroteros de la República especialmente en Cataluña, que «Es más difícil gobernar España ahora que hace cincuenta años. Y más difícil será gobernarla dentro de algunos más. Es más difícil llevar cuatro caballos que uno solo».

Pero esto, tras el pacto de 1978 se superó. España es lo que han querido los españoles por abrumadora mayoría y en todas partes, incluida Cataluña, y esto ha determinado algo muy importante, que la Constitución está plenamente legitimada convirtiéndose en garante jurídico de la soberanía popular, esto es, del poder del pueblo español para autodeterminarse, lo que asegura que la voluntad popular nunca pueda ser suplantada. El pueblo español es el único titular del poder constituyente porque así lo garantiza el art. 168 de la CE. La obediencia a la Constitución en palabras del Tribunal Constitucional, «puede entenderse como el compromiso de aceptar las reglas del juego político y el orden jurídico existente, en tanto existe, y a no intentar su transformación por medios ilegales».

Tenemos el marco, tenemos las reglas, tenemos los instrumentos de sujeción a esas reglas, y esto es lo mínimo que se debe respetar, puesto que lo contrario nos lleva al caos en el que se sumió la República y eso el pueblo español no se lo merece. En este momento no cabe duda de que el papel del TC es crucial, pero no se puede utilizar como una suerte de jurisconsulto; las leyes gozan de la presunción de constitucionalidad y ante un hipotético recurso o cuestión de inconstitucionalidad se aplican salvo que el Tribunal suspenda cautelarmente la misma, algo inédito hasta el momento, y por ello no puede eludir su responsabilidad ni el Gobierno y ni el legislador, primeros garantes del respeto al orden constitucional.