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Editorial

La palabra de Putin nunca es suficiente

Bruselas debe convencer a Washington de que las ventajas económicas que tanto interés despiertan en el inquilino de la Casa Blanca tienen que pasar a un segundo plano ante el deber de garantizar la seguridad y la soberanía de Ucrania, que es la de el resto del mundo libre

El afán de del presidente norteamericano por pasar a la historia como el «pacificador» que acabó con la guerra de Ucrania y, también, con el conflicto en Gaza, es laudable pero no puede ser la única guía en la resolución de la crisis abierta por Vladimir Putin en el corazón de la Europa oriental, aunque sólo sea porque la primera condición es creer en la fiabilidad de la palabra del dictador ruso, él mismo personaje que retorció el sistema constitucional que había jurado respetar para eternizarse en el poder. Ciertamente, la potencia demográfica e industrial de Rusia, sumada a la ausencia de una oposición política interna digna de ese nombre, aconseja la búsqueda de un acuerdo de paz, incluso, cediendo a los hechos consumados de la ocupación militar de una parte del territorio ucraniano, pero nadie en su sano juicio y que tenga presente las lecciones de la historia europea del siglo XX y la realidad del comportamiento de Moscú en Georgia, Bielorrusia, Chechenia o Armenia desde que Putin está en el poder, debería confiarse. Esencialmente, porque el mandatario ruso mantiene como válida la excusa de la «nazificación» del régimen de Kiev como justificación de la fallida invasión de Ucrania, lo que supone un factor dialéctico que Occidente no debería despreciar, por cuanto daría títulos morales a Moscú para tutelar un futuro gobierno ucraniano. Por otra parte, algunas de las exigencias del Putin para acordar un alto el fuego, como son la retirada de las sanciones económicas, el sobreseimiento de los procedimientos abiertos en el Tribunal Penal Internacional y la desmilitarización de la parte ucraniana de la nueva frontera, insistimos, sin más contrapartida que la palabra del dictador ruso, significaría no sólo el reconocimiento de facto de la ocupación rusa del Donbás, sino la legitimación de la fuerza militar en las relaciones entre naciones soberanas. Entendemos que la Unión Europea, a la que se exige un esfuerzo económico y financiero creciente en el apoyo al ejército ucraniano, que en buena parte beneficiará a la industria armamentística estadounidense, tenga la tentación de dar por buenas las exigencias de Putin y de colmar las aspiraciones políticas de Donald Trump, pero premiar al agresor nunca ha servido para preservar la paz. La única opción práctica es que Moscú sea mantenido al margen del concierto democrático internacional, con la afección a su economía correspondiente, hasta que sea capaz de ofrecer garantías creíbles a Ucrania y a la Unión Europea de que no volverá a las andadas en cuanto un cambio en las circunstancias internas o externas de Ucrania pueda ofrecerle una oportunidad de «acabar el trabajo». Mientras, Bruselas debe convencer a Washington de que las ventajas económicas que tanto interés despiertan en el inquilino de la Casa Blanca tienen que pasar a un segundo plano ante el deber de garantizar la seguridad y la soberanía de Ucrania, que es la de el resto del mundo libre.