El canto del cuco

El pan nuestro

Recuerdo que cuando la posguerra en el pueblo el pan era la medida de todas las cosas

Vengo, como cada mañana, de comprar el pan y el periódico. A la barra que compro la llaman, no sé por qué, «campesina». Hace poco le han subido el precio. Cuesta un euro y cinco céntimos. Todo sube, te dicen. La envuelvo en el periódico con las noticias de ayer y emprendo el camino de vuelta a casa. Es un paseo grato entre álamos blancos aún desnudos donde chillan unas bulliciosas cotorrillas argentinas. El pan es un buen reclamo para la memoria. Recuerdo que cuando la posguerra en el pueblo el pan era la medida de todas las cosas. Sólo se concebía redondo: una hogaza grande, dorada, olorosa, crujiente. En la humilde mesa familiar se cortaba en grandes rebanadas apoyándola en el pecho. Y si se caía al suelo un trozo, la abuela lo recogía y lo besaba. Era pan bendito.

La hogaza era el fruto de los trabajos y sudores de todo el año. Había que romper la tierra con el arado romano, binar, abonar, sembrar, escardar, segar la mies, acarrear los fajos a la era, trillar, aventar, cerner, meter en el granero y moler el trigo en el molino. Después, una vez dispuesta la hornija, amasar y cocer el pan en el horno. La hornada debía servir para toda la semana. Vuelvo a ver a mi madre con un pañuelo blanco en la cabeza –ella que siempre estaba de luto– de pie en la despensa amasando en la artesa. La contemplo más tarde, con la cara arrebolada, sacando con la larga pala de madera las fragantes hogazas del horno. Y vuelvo a sentir, en la entrada de la casa, el olor al humo de la támbara y al pan recién cocido.

Aquello sí que era pan. La levadura natural iba en un tarro de barro de casa en casa al caer la noche. Y, llegado a este punto, me viene a la cabeza el molino de «El Rebote», que tantas veces visité de niño, con una gran morera en la entrada. Aún oigo el ruido sordo de la aceña, observo la tolva, veo la figura del molinero, un hombrachón metido en un mono azul completamente enharinado, desde el pelo a los pies, y vuelvo a sentir el miedo a los delegados que podían aparecer en cualquier momento y requisar la harina, llevándonos a la ruina y al hambre. En el camino de vuelta, con las noticias bajo el brazo –la guerra, la política, las corrupciones, el tiempo…– aprieto amorosamente la barra de pan –el humilde pan del Padrenuestro– que aún está caliente. Pero nada es ya lo mismo.