Apuntes

Con Pedro, ni un nanosegundo en el metaverso

Entre Sánchez y Trump, muchos españoles prefieren no tener que elegir y no todos son fachas

Canta Lucrecia en la noche hermosa, majariega, del Monte del Pilar. Nostalgias de Celia Cruz y Chavela Vargas, boleros, preparan el momento final, el bailongo entre las sillas blancas alineadas. Pero, antes, suena «La noche de la iguana», banda sonora de «Balseros», ese lamento de la Cuba detenida en el tiempo de los tiranos, la que huye y se desangra en la diáspora de sus hijos. Te encoge el alma y trae recuerdos de un trozo azul cobalto del Caribe desde el avión de «Hermanos al Rescate», sobrevuelos a la búsqueda de compatriotas a la deriva, con el telón brumoso de La Habana al fondo. Al final, los derribaron. Los cazas comunistas mataron a 4 de los entusiastas pilotos que se dejaban el dinero y el tiempo libre en esas misiones de rescate. Escuchas las letras, sientes el son y regurgitas el odio al yanqui, como si lo hubieras mamado en la leche materna. Hermanos separados desde hace ya más de un siglo, pero que se reconocen a primera vista cuando se encuentran, no importa dónde. Dolores heredados de Cuba y Puerto Rico, no sucede lo mismo con las Filipinas, por algo será; heridas latentes en generaciones de españoles que van desapareciendo, sí, pero que nunca acaban de sanar. Todos somos un poco o un mucho antiyanquis. A derechas e izquierdas sufrimos el síndrome del venido a menos ante el Imperio. Nada que no supieran los griegos o los egipcios bajo la bota de Roma. Lo que pasa es que nosotros somos romanos y lo llevamos peor. Y disfrutamos con las tribulaciones de los gringos con Trump sin llegar a entender que en las pesadillas de la decadencia siempre aparecen monstruos. Que han votado a un populista para que les devuelva a las películas amables de los sesenta y setenta; esas con el pueblo pacífico de casas grandes, con jardines cuidados e hijos rubios siempre camino de la universidad imposible. Las de la vecindad amable y solidaria, la de los juegos infantiles en la calle, de Brooklyn o Queens... Sueños a los que, hoy, solo tienen acceso los muy ricos de New Hampshire o Vermont, con sus montañas blancas pobladas de osos y alces, con sus pueblitos como pastelitos, en los que no eres bienvenido si eres hispano, a menos que solo vengas a trabajar. No nos gusta Trump, como no nos gustaba Reagan. Preferimos un Carter devolviendo la soberanía del Canal a Panamá que a un tipo que pretende recuperarla, que se alía con el malvado Netanyahu para bombardear palestinos e iraníes, que maltrata al heroico Zelenski, que nos desprecia por europeos, lo que él no puede ser, y siempre tiene la amenaza y el insulto en los labios. Por ello, enarbolar la bandera contra el zafio inquilino de la Casa Blanca debería ser un expediente fácil, un comodín hacia la popularidad y el consenso político ciudadano en esta España partida. Pero qué quieren que les diga. Ni con el ácido en el estómago de «La noche de la iguana» y la voz portentosa y hermana de Lucrecia, ni con el rencor al yanqui aflorando desde el subconsciente infantil, consigue Pedro Sánchez llevarme al huerto ni un nanosegundo en el metaverso, que decía Tamara. Y como a mí, al 60 por ciento de los españoles, según lo que vienen diciendo las encuestas solventes, las que no son del CIS de Tezanos. No es que nos guste vaciarnos el bolsillo en armamentos, es que entre Trump y Sánchez hay muchos españoles que prefieren no tener que elegir. Y, créame, señor presidente, no todos son malditos fachas.