Tribuna
Responsabilidades políticas y judiciales
La realidad es que a unos y otros la Justicia les importa literalmente un pito
Para variar, nuestra vida política pasa por los tribunales. Llevamos así ¿cuántos?, ¿cuarenta años? No sé si recuerdan cuando, allá, a mediados de los ochenta del siglo pasado, la política empezó a pasar por los juzgados alrededor del ya desaparecido Juzgado de Delitos Monetarios. Desde entonces ha sido un no parar: los escándalos político-económicos-judiciales forman una abrumadora lista que reparte miserias para todos, unos aportarán más a esa lista, cierto, pero ya no hay excepciones. Vean si no lo vivido en las últimas semanas: querellas e imputaciones –o su vaticinio– que afectan a socialistas y populares que creían ganada la escaramuza del día, pero se les chafa todo al conocer la condena de exaltos cargos de su partido.
Cierto que esto no es privativo de España. Ahí tenemos a Marine Le Pen enjuiciada por desvío de fondos en el Parlamento Europeo o los escándalos que persiguen a Nicolás Sarkozy –llegó a ser detenido– o, antes, a Jacques Chirac, condenado por malversación y financiación ilegal de su partido. Esto en cuanto a Francia y es un botón de muestra. Si nos vamos a Italia, Berlusconi, hacía acopio de escándalos, desde los típicamente políticos a los procaces pasando por el fraude fiscal. En fin, en el Reino Unido Boris Johnson dimitió por escándalos propios o de sus ministros, o Portugal, donde António Costa dimitió por un escándalo de miembros de su gobierno.
No sigo y dejo la lista de escándalos tanto patrios como los foráneos más próximos y me quedo con España, donde los telediarios han estado años y años abriendo desde la Audiencia Nacional, tribunal erigido en plató, con un ejército de periodistas acampados porque era, y sigue siendo, donde se cuece la vida política nacional. Y me dirán, no sin razón, que esto en cierta forma es parte de la normalidad: como no somos, no ya angélicos, sino ni siquiera buenos ni benéficos, no nos puede extrañar que la acción política acabe manchando las manos de no pocos.
El lado bueno es que los escándalos afloran, se investigan y casi todos se enjuician; los tribunales acaban haciendo su trabajo, con mayor o menor éxito o rapidez, pero lo hacen. Nos felicitamos porque es la normalidad del Estado de Derecho y concluimos que el Estado funciona. Lo que ya no da para tanta complacencia es que sea a un alto coste para una Justicia empleada como arma arrojadiza frente al adversario. Unos se defenderán ensuciándola o buscando cómo controlarla o inutilizarla o, ya a la desesperada, injuriarla; para otros es la palanca para lograr el «relato» del día o para promover querellas armadas con cuatro recortes de prensa: que esa sea la noticia del telediario o la forma de tapar miserias propias un par de días.
Esto es así, pero me refiero a algo más. En medio de esa ventisca, la Justicia funcionará pero la cuestión es por qué nuestro Estado es incapaz de empezar, al menos, a lavar sus trapos sucios en su casa, en sede política. Aunque más que del Estado debería hablar de las instituciones políticas o, mejor aún, de nuestras costumbres y formas de hacer política porque vemos cómo la frontera de lo éticamente inaceptable en política se desdibuja. Vale con que comparecer ante un tribunal no deba ser sinónimo de condena firme e irrevocable, pero vemos que ni la lluvia fina que desvela prácticas corruptas o, peor aún, ni siquiera un procesamiento o inculpación, sean esa línea que, cruzada, debería apartar de la vida política, al menos temporalmente; una línea que ya ha borrado una izquierda antaño puritana, ahora libertina.
Quizás deba explicarme mejor. No hablo de no exigir responsabilidades penales, tampoco sostengo esa «desjudicialización de la política» cuya verdadero objetivo es la impunidad. No, sólo digo que los usos políticos deben priorizar las responsabilidades políticas y buscar ahí el primer remedio, tanto por higiene en la vida política como para que la Justicia no sea la cancha donde los partidos libren sus batallas. Sólo abogo por reconsiderar qué son o cómo se entienden las responsabilidades políticas, que por definición, deben ser más amplias que las judiciales y que debería saldarse, al menos, con dimisiones.
En lo que me interesa como juez, se trata de dar con una profilaxis en esos usos políticos que preserve a la Justicia, que prevenga de su instrumentalización. Quizás pida demasiado. Lejos de eso, la realidad es que a unos y otros la Justicia les importa literalmente un pito: descubren que existe sólo si les ronda un juez y en cuanto pueden o en la medida de sus posibilidades buscan cómo neutralizarla o apelar al barriobajero «pues tú más»: esa es su profilaxis. Nos sumimos así en una lucha política que seguirá generando desafección hacia política y políticos, una forma de entenderla y practicarla que en su miseria arrastra a la Justicia.
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