Quisicosas
El síndrome del niño emperador
Me duele la estampa de los ancianos de pie en el metro, sin que los jóvenes cedan el asiento
Mi abuelo Schlichting nació en un pueblo pequeño de Alemania, Himmelpforten, entre el río Elba y el Mar del Norte. Es una zona casi más danesa que germana, donde se comen cosas distintas del codillo o el chucrut tradicionales, como puré con pepino y carne en salmuera (Labskaus). Es terreno agrícola, de granjas con entramado de madera e iglesias góticas de ladrillo, donde se trabajaba duro y mi bisabuelo tenía un taller de zapatería. Era un negocio próspero, con un par de oficiales alojados en la casa familiar y algunos aprendices que también recibían cama y comida, así que andaban apretados. Viudo y vuelto a casar, Meister Schlichting había juntado cinco hijos que saltaban y brincaban con tanto ímpetu que, en una batalla de piedras, mi abuelo Klaus perdió un ojo. Pero eso es otra guerra. Lo que quiero contar es que, a la hora de la comida, había tanta gente a la mesa, que los niños permanecían de pie. Firmes ante el tablero, se les servía en los platos y no debían hablar. La conversación la llevaban los mayores. Los críos, entonces, eran el último eslabón de la familia. En el cambio de siglo (hablamos del XIX al XX) la educación era estricta.
He pensado en la estampa de los niños hieráticos a la mesa porque recientemente fuimos a un local en Madrid, después de un funeral, e intentábamos tomar algo en familia cuando resultó imposible entenderse porque los niños de una pareja contigua gritaban como cochino en matanza. No me refiero a exclamaciones ni expansiones naturales, hablo de aullidos en toda regla que se prolongaban sin que a los padres se les levantase una ceja. Me puse tan de los nervios, que levanté la voz al crío más estruendoso, que se calló de inmediato, sorprendido por algo que seguro no le había ocurrido antes en su vida entera. En el resto de las mesas se celebró la hazaña, porque resultaba imposible hablar. La madre, una mujer joven, se me encaró entonces con fiereza para tacharme a voces de «rígida y autoritaria». Intenté explicarle que las voces molestaban y me espetó: «¡Los niños nunca molestan!». Acabamos abandonando el restaurante, pero reconozco que me sorprendió la absoluta preeminencia de los críos por encima de cualquier consideración a los demás.
Entre la granja de mi abuelo, donde los niños eran el último eslabón de los derechos, y estos chavales empoderados hay un vuelco sideral. Me duele la estampa de los ancianos de pie en el metro, sin que los jóvenes cedan el asiento. O de las embarazadas que se tambalean agarradas de la barra del autobús junto a niños sentados como budas. Me pregunto si los niños emperadores serán felices en el futuro.
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