Apuntes

Vivir en una acogedora burbuja

Infecta el egoísmo. Ese «ahí se las compongan todos con sus problemas»

Algunos hemos tenido suerte y vivimos en una de esas burbujas cálidas y acogedoras gobernadas desde hace décadas por partidos de derechas. Y el caso es que cuando me arrastraron al extrarradio madrileño desde las calles de la capital –como ya me ocurrió al tener que dejar el Ensanche– iba rezongando. Pero, a ver, el mismo adosado con jardín, hace ya treinta años, era un sueño imposible, aunque no fuera exactamente el mío, en cualquier punto de la ciudad. Poco a poco, la casa se ha ido vaciando de hijos y a uno le asalta esa vieja querencia de calles largas, enmarcadas de árboles, coches en batería, bares siempre de moda, tiendas elegantes, edificios con balcones de piedra, olor de autobuses y gentes diversas que vienen y van al ritmo de sus quehaceres cotidianos. Una pasta, ya lo sé, pero soñar no cuesta dinero.

Pero me desvío. Lo que quería decir es que, en mi pueblo, Majadahonda, el PSOE no se ha comido una rosca desde el inicio de la Transición, que hubo un paréntesis de auge de Ciudadanos a raíz de la chorizada de la Gürtel –ya han desaparecido– y que en las últimas elecciones municipales las derechas se hicieron con más del 65 por ciento de los votos. Mi pueblo, con sus problemas, está razonablemente gestionado. Los impuestos no son demasiado altos, los servicios sociales funcionan, las calles están todo lo aseadas que pueden estar, las avenidas estallan de flores cada primavera y las praderas de césped atraen de vez en cuando a las piaras de jabalíes. Hay lío con una piscina municipal en un urbanismo lleno de piscinas. Las gentes son amables y los acentos, tonos de piel y formas de vestir dan cuenta de la llegada de unos vecinos de allende los mares que ven cómo sus hijos, poco a poco, ni hablan ni visten ni se relacionan como lo hicieron sus padres. Creo que a eso se le llama integración.

Es un pueblo tranquilo, con sus delincuentes locales «de plantilla», y en las últimas fiestas, entre concursos de tapas –tenemos cincuenta de los mejores bares y restaurantes de toda España–, conciertos al aire libre, corridas, encierros, pasa calles, procesiones del Cristo de los Remedios, campeonatos deportivos y chiquillería en sus primeras lides, dándolo todo espirituosamente en el recinto ferial, la Policía Local, que funciona de cine, no reportó más que un par de móviles perdidos o hurtados.

Quejarse en Majadahonda, con lo que uno ve por otros lares, acaba siendo un ejercicio de masoquismo o una impostura. De ahí, que produzca una incierta sensación, una desazón inexplicable, el desapego con el que uno contempla cómo se desmoronan los viejos muros de la patria mía. Como si la burbuja en la que vivo me infectara de egoísmo y me llevará a la resignación del «así se las compongan todos» con sus problemas identitarios, su perenne antipatía, sus envidias de serie y ese supremacismo ideológico y moral, tan vomitivo. Pero mi mujer, concejal del pueblo y batalladora donde las haya, me explica que no. Que es el desaliento, la impotencia material ante los manejos de un individuo capaz de asegurar con un aire pasmoso de autoridad una cosa y su contraria. Así que, a última hora, cogí el coche, recorrí las hermosas y tranquilas calles de la burbuja vecina, la de Madrid, aparqué en la quinta puñeta y asistí a la manifestación, acto, convocatoria o como quiera llamársele de Felipe II. Y tan animado. Ni pensé que, con el calentamiento global, el planeta, y con él Sánchez, se iban a ir al guano.