Sociedad

Propiedades de la Iglesia

El (no) negocio de las inmatriculaciones

Tras la auditoría de Moncloa que avala la legalidad del registro de su monasterio, los monjes de Santa María de Huerta desmontan el mito de los privilegios a costa de estas propiedades

Vivir en un monasterio. ¿Un negocio rentable? A Isidoro se le escapa una carcajada. «Sí, para la Administración…». No puede evitar reírse cuando se le insinúa que él y sus monjes viven como reyes, que hicieron un apaño del quince al inmatricular una mole del siglo XII durante la horquilla que la Ley Hipotecaria de Aznar abrió entre 1998 y 2005. Pasada la broma, su voz se oscurece al ahondar en la cuestión: «¿A estas alturas alguien va a cuestionar de quién es un convento o una catedral? Es de Perogrullo la mera insinuación, como lo es pensar que esto genera un beneficio o que se quiere especular con ello», comenta el abad de Santa María de Huerta, en Soria, que vive con el alma puesta en Dios, pero con los pies aterrizados en el hoy junto a sus hermanos de comunidad, 17 monjes cistercienses que se mueven entre los 35 y los noventa y tantos. Isidoro capitaneó el proceso para que el cenobio no se defendiera con documentación eclesiástica. Acreditó la titularidad y la propiedad por lo civil. Así aparece avalado por el Colegio de Registradores dentro de los 3.431 folios del informe presentado por Carmen Calvo en el Consejo de Ministros y remitido al Congreso de los Diputados. En concreto, en la página 675, repartido en diez propiedades, incluidas la granja y la panera. Tocaba demostrar lo que ya estaba certificado por la Historia: que Alfonso VII firmó y confirmó la fundación del Císter en Huerta. Desde entonces ningún prior se preocupó de escriturar el «pisito», hasta que llegó él.

«Este monasterio es un monumento que yo lo considero patrimonio de todos y del que todos se benefician: el monje que vive, el turista que lo visita, el que duerme en la hospedería, el que participa en un retiro para desarrollar su espíritu…», comenta Isidoro Anguita Fontecha, que apunta cómo el margen de actuación de la Iglesia es más que estrecho en espacios como este catalogados oficialmente como Bien de Interés Cultural: «No hace falta que comuniquemos donde vamos a colocar un alargador de un enchufe, pero si queremos ir un poco más allá y hacer un cambio de ventana, ha de contar con el visto bueno de las autoridades públicas».

Economía sencilla

Pero esto es solo una minucia, una anécdota de lo que cuesta llevar la casa al día: «La belleza de esta obra de arte que es historia esconde tras de sí una tremenda carga económica para los que lo habitamos. Quien piense que nos están haciendo un favor por dejarnos vivir aquí, se equivoca», sentencia. Más bien, es a la inversa. «Solo lo que cuesta mantener vivo el espacio para una economía sencilla como la nuestra es duro. Esas tareas de intendencia que hay que hacer en todas las casas pero que aquí se multiplican», expone el religioso, teniendo en cuenta además que apenas habitan poco más de un tercio del espacio total.

Y es que habitar un refectorio, una sala capitular, una iglesia o unos claustros añejos trae quebraderos de cabeza a diario. Tanto es así que, hoy por hoy ninguna comunidad de vida contemplativa quiere ser acogida en una abadía añeja por muy idílico y motivadora que pueda parecer pasear bajo el reflejo del sol en unos rosetones del medievo. A las pruebas se remite: «Unas monjas cistercienses se están construyendo una fundación nueva en Portugal, porque les sale más rentable levantar desde cero los cimientos que dejarse encandilar por un convento que les ofrecieron en España. Lo descartaron, es más práctico tener un edificio reciente y borra todas las trabas burocráticas», explica.

Monasterio de Santa María de Huerta
Monasterio de Santa María de Huerta©Gonzalo Pérez MataLa Razón

Ellos también han experimentado una oferta similar. «A unos kilómetros de aquí, se restauró otro monasterio y nos pidieron que fuéramos nosotros a habitarlo». Isidoro no se cortó un pelo a quien le brindó la oportunidad y le soltó con algo más que ironía: «¿Qué queréis? ¿Qué vayamos a cuidar de la casa?». El monje sabía que, lejos de llenar aquel lugar de espiritualidad, lo que se pretendía era dotarlo de guardeses. De hecho, ante su negativa, hoy se han tenido que contratar a once personas para garantizar el mantenimiento de aquel conjunto histórico que no tiene quien le duerma. «Que quede claro que no me quejo de que las autoridades públicas no nos ayuden. En mis 26 años de abad siempre hemos tenido una colaboración impecable. Recibimos bastantes ayudas de la Administración que, por otro lado, también nos trabajamos a conciencia para recibirlas dentro de la legalidad y con transparencia como todo hijo de vecino y sin que haya el menor rastro de privilegios o prebendas», certifica el superior de la comunidad, que cuenta con un amplio programa cultural de colaboración con exposiciones, conciertos… Aun así, sentencia: «El monasterio se vendría abajo, si estuviera deshabitado». Con esta tranquilidad, no le preocupa ponerse en la tesitura de que un político de turno les quisiera buscar las cosquillas y ponerles contra las cuerdas: «El día que no haya acuerdo, no nos lo pensamos mucho. No es por echar un órdago. Nos vamos y punto. Tenemos donde ir». Sabe que el «personal» cisterciense sale más barato al erario público.

Lo suyo es un «Juan Palomo» con hábito. Empezando por barrer. Que no se crean que los suelos románicos se mantienen impolutos por la gracia de Dios o de Roomba, sino por las horas que echan al palo de la escoba. O con el azadón, donde se maneja como nadie José Ignacio, con 70 años y maestro de los recién llegados. Dos vocaciones tiene a su cargo, un novicio de 42 y un postulante de 35. «Filomena nos dejó en los tejados cerca de 30 centímetros de nieve. Aquí no vino nadie al rescate. Ahí estábamos todos quitando hielo de las canaletas porque estaban cayendo gotearas en el claustro. Es un trabajo de conservación que nadie observa. No es por buscar excusas, pero es lo que hacemos en el día a día», comparte este licenciado en Derecho que nunca se llegó a colegiar sin buscarle más pies al gato de la cuestión de las inmatriculaciones. «Es verdad que te da cierto dolorcillo el hecho de que siempre haya una sospecha permanente sobre la Iglesia. Si este edificio, lo gestionara una asociación aconfesional, ¿vendría alguien a preguntar si están cumpliendo una función social?», se pregunta. Y el mismo se responde. «Simplemente respondemos a nuestra vocación monástica, somos una comunidad orante que busca ser una interrogante en medio del mundo con nuestra oración y acogida. Nos da lo mismo aquí que en otro sitio que sea menos atractivo».

Monasterio de Santa María de Huerta
Monasterio de Santa María de Huerta©Gonzalo Pérez MataLa Razón

Con esa misma mesura, Isidoro desmota otros mantras ligados a los monumentos eclesiásticos, como su rentabilidad por las visitas recibidas: «Ahí está esa falsa creencia de que el turismo todo lo puede. Eso puede suceder con alguna que otra catedral de renombre… Y ni siquiera. A nosotros, desde luego, no nos soluciona la vida. Desconocen la realidad, es un ingreso más», explica, sabedor de que los 2,5 euros que cuesta la entrada no llega ni para cubrir los gastos de luz y agua. De hecho, ni tan siquiera se pueden permitir tener a nadie a sueldo para que estén pendiente de vigilar la seguridad de las instalaciones o para ejercer de guía. Y menos en plena pandemia, donde se han mermado sus tres principales de ingresos que son precisamente esas visitas monumentales, la acogida a peregrinos en la hospedería y la tienda. «Nos hemos salvado porque somos ahorradores y porque hemos conseguido salvar las ventas a través de la plataforma online», comenta el superior de los cistercienses de Huerta, que no ha visto frenado en ningún momento la producción de las 35 variedades de mermelada que custodian de principio a fin en su elaboración.

Llegaron a tener la mayor explotación lechera de la provincia con casi 200 cabezas, pero como aquello se hacía todo a granel, acabó resultando ruinoso. Hoy no quedan animales, pero sí se trabajan la huerta, cultivando cereales y formando parte de una cooperativa soriana. «El trabajo no es como el de antes. Cuando yo llegué, me tocó segar todavía las cañas de maíz con la hoz», rememora este religioso al que la consagración se le cruzó cuando estaba estudiando COU. Una visita al cenobio rompió sus planes de ser médico y después de la selectividad, cuando ya le habían fichado para la Complutense, dejó su casa y fue a Soria.

Mientras la vicepresidenta Calvo deja caer que se abre el periodo de reclamaciones, algunas plataformas anticlericales se rasgan las vestiduras porque la auditoría eclesial no haya encontrado mancha en los registros. De hecho, se ha sugerido que España adoptase el modelo francés, deshaciendo las inmatriculaciones, una desamortización –no al estilo de la de Mendizábal que ya sufrieron en 1883 para que pasaran a manos públicas–, pero permitiendo el culto y la permanencia de los religiosos. Al padre abad no le hace falta echar mano de la Regla de San Benito para sacar conclusiones: «Se arruinan. Eso se puede decir por un impulso ideológico, pero estaría bien que explicaran cuánto tendría que pagar cada español para sostener todo eso, costaría un dineral. Es un disparate morrocotudo».