Viaje a Irak
Capote papal al Islam de la paz
En su segunda jornada en Irak, el Papa Francisco se encuentra con el Gran Ayatolá Alí Al-Sitani y se vuelca en fortalecer lazos con los líderes musulmanes moderados
La segunda jornada de la visita papal a Irak tuvo un denominador común: el diálogo entre las grandes religiones monoteístas del planeta, herederas las tres del patriarca Abrahán nacido en estas tierras hace veinticinco siglos. Eso sí, buscando ejercer literalmente de Pontífice, esto es, de puente con la rama más moderada del Islam. A primera hora de la mañana, Francisco se trasladó en avión desde Bagdad a la ciudad de Nayaf, distante 150 kilómetros de la capital y que es el centro religioso de los chiitas iraquíes, que hoy representan al 65% de la población. Cuenta con una imponente mezquita con cúpula dorada que después de la Meca y Medina es el tercer lugar santo para todos los musulmanes. Cada año, al menos antes de la pandemia, la visitan millones de peregrinos. Otra «atracción» de la ciudad es su gigantesco cementerio Wadi al- Salam, el más grande del mundo, según fuentes oficiales porque allí se hacen sepultar centenares de miles de musulmanes porque, según la tradición, eso les garantiza el ingreso en el paraíso. También los cristianos pueden ser enterrados en este recinto.
En Nayaf reside también el gran ayatolá Alí Al-Sistani, a quien Francisco visitó en su casa, en un casco histórico que le obligó a Francisco a callejear caminando. No resulta fácil comprender la influencia religioso y sociopolítica de este anciano de noventa años y muy venerable aspecto. Es de un talante reformador, en tanto que predica la abstención de las autoridades religiosas en la gestión política directa reservada a los laicos. Eso le distingue radicalmente de sus hermanos iraníes y le ha llevado a ser reconocido y respetado por diferentes corrientes y coaliciones políticas. El encuentro entre Francisco y Al-Sistani. había sido definido como una «visita de cortesía». Sin embargo, duró algo más de 45 minutos, lo cual permite imaginar que han abordado muchos de los problemas de común interés. Más allá de las notas oficiales, no sellaron declaración alguna ni firmado ningún documento porque no estaba previsto, como confirmó el cardenal español Miguel Ángel Ayuso, sombra del Papa en este viaje por ser el máximo responsable vaticano del diálogo con las diferentes confesiones y hacedo’ de esta cita como lo fue en su día del Documento sobre la Fraternidad firmado en Abu Dabi por el Papa y el Gran Ayatolá de la Universidad Al- Azhar del Cairo.
Después de este encuentro, el Papa se desplazó hasta Ur de Caldea. El escenario en este enclave era tan extraordinario que el encuentro interreligioso que presidió, adquirió una dimensión histórica. La mítica llanura hoy se llama Tell al- Muqayyar, que significa «colina de la paz». En ella hace veinticinco siglos un hombre llamado Abrahán sintió la llamada de Dios que le pedía abandonar su patria y su casa, y emprender un viaje que iba a cambiar la historia de la humanidad. De su estirpe «más numerosa que las estrellas del cielo y las arenas de las playas» nacieron el judaísmo, el cristianismo y la religión musulmana.
Por eso, en el origen de su deseo de visitar Irak estaba la voluntad del Papa de llegar hasta Ur. Algo que ya quiso realizar san Juan Pablo II en diciembre de 1999 en vísperas del Gran Jubileo y que los prejuicios políticos de americanos e iraquíes –Bush y Sadam Hussein por poner nombres concretos– se lo impidieron.
A las once de la mañana –nueve en España– se habían reunido a 200 metros del majestuoso zigurat erigido en el segundo siglo antes de Cristo a Nannar, dios sumerio de la luna representantes de las religiones existentes en este país. La variedad de los atuendos era digna de verse. El Papa fue acogido con aplausos y después de un impresionante canto de varios pasajes del Corán presentaron su testimonio dos muchachos, un musulmán y un cristiano, una mujer de la religión sabea mandea y un anciano seguidor de Mahoma. Todos pidieron a Bergoglio que rezara por la paz en Irak y que «por fin la convivencia entre todos llegue a realizarse».
Consciente de donde hablaba, Francisco puso un énfasis muy especial en su discurso del que todo sería destacable pero del que entresacamos estas afirmaciones: «La peor blasfemia es profanar el nombre de Dios odiando a los hermanos. Hostilidad, extremismo y violencia no nacen de un alma religiosa, son traiciones a la religión y los creyentes no podemos callar cuando el terrorismo abusa de la religión». También lamentó que el terrorismo de los últimos años hubiese «destruido brutalmente parte de vuestro maravilloso patrimonio religioso».
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