Religión
Los mayores en la caridad
Textos de oración ofrecidos por el sacerdote – vicario parroquial de la parroquia de Santa Ángela de la Cruz, Madrid
Lectio divina de este domingo XXV del tiempo ordinario
«Saliendo de allí, atravesaron Galilea; Jesús no quería que nadie se enterase, porque iba instruyendo a sus discípulos» (Marcos 9, 30-37). Después de la actividad hacia lo exterior, ahora Cristo conduce a sus apóstoles hacia lo más íntimo de sí. De camino a Jerusalén, los va llevando al núcleo y sentido más profundo de su misión, que es cargar sobre sí el pecado y el dolor del mundo para vencerlos por la fuerza de un amor sin límites. Esta es su más profunda aspiración: amar hasta el extremo, vaciarse de todo para donarlo a los que ama. Qué distinta de las ambiciones del mundo, presentes también en sus propios discípulos, a quienes les costaba tanto entrar en la lógica de su Maestro. Por eso necesitaban esta instrucción desde la intimidad de su corazón hacia los suyos, desde el interior secreto del Salvador hacia el anuncio convencido y feliz de sus seguidores. A través de las marchas en silencio, las palabras luminosas, la serena confianza de seguir el camino adecuado al verle a los ojos, Cristo va purificando sus ambiciones de poder, reconocimiento y prestigio. Pero, sobre todo, les habría provocado en lo más íntimo al verle prolongar sus jornadas dedicando la noche al recogimiento y la oración personal hacia su Padre Dios, en quien encontraba su fuerza para seguir amando concretamente cada día a los hombres.
Es significativo que el Maestro intercala la actividad exterior de los suyos con los necesarios momentos de estar a solas con Dios y con ellos. En estos episodios aparecen las facetas personales que necesitan ser trabajadas y pulidas. Y fijémonos cómo lo hace. Él no rechaza de plano la ambición de algunos apóstoles de ocupar los primeros lugares, sino que la reorienta hacia la verdadera primacía que deben perseguir: ser los mayores en la caridad. Por eso él les dice: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos». Este es el culmen de la vida cristiana, y se aprende precisamente siguiendo esa pedagogía de Cristo con sus apóstoles: pasando con él muchos momentos de animosa soledad y valiente actividad; es decir, armonizando lo material y lo espiritual, lo humano y lo divino. En ese punto salen a la luz nuestras pobres ambiciones, recelos y oscuridades, y, cómo no, esa acuciante pretensión de ser algo por encima de los demás. El Maestro, entonces, aprovecha providencialmente esos momentos para hacernos volver a nuestro origen más puro: «Tomando a un niño, lo puso en medio de ellos, lo estrechó en sus brazos y les dijo: “El que reciba a un niño como este en mi nombre, a mí me recibe”».
Solo viviendo esta pureza y libertad, hoy, como ayer, los discípulos se hacen capaces de participar de la inaudita entrega de Cristo y su consecuente glorificación. Por eso, volvamos a considerar hoy si nuestro compromiso cristiano está demasiado volcado hacia afuera, en un activismo desenfrenado que ahueca el alma, y un estrés apostólico que no es incienso grato a Dios. Esto vale para la Iglesia toda, cuando se vuelca sobre el mundo en actividades externas que no necesariamente la llevan a ambicionar el carisma más alto de la caridad. Igualmente vale para cada familia y cada pequeña comunidad; nadie queda excluido. Recordemos esa otra advertencia del Justo Juez a quienes llegan a hacer grandes cosas en su nombre, pero sin vivir en comunión con él: «Os aseguro que no os conozco. Alejaos de mí, vosotros que obráis el mal» (Mateo 7, 23). Preguntémonos, por tanto: ¿A qué punto estoy en mi camino con Cristo? ¿Estoy entrando a esta intimidad con él, desde la que salgo purificado y hecho más libre para amar a los demás?
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