
Religión
Semilla que ha de crecer
Textos de oración ofrecidos por Christian Díaz Yepes, sacerdote de la archidiócesis de Madrid

Meditación para este domingo XXVII del tiempo ordinario
Todos buscamos lo que da la vida y se nos ofrecen muchas respuestas para alcanzarlo. Sin embargo, nada termina por saciar nuestros anhelos más profundos. Porque la sed del alma sólo se sacia bebiendo de la fuente viva. El evangelio de hoy nos revela dónde está esa fuente que hace crecer la siembra de nuestra vida. Ella nos nutre desde lo profundo para que crezcamos como la semilla que se convierte en un gran árbol. Leamos y meditemos:
«En aquel tiempo, los apóstoles le dijeron al Señor:
“Auméntanos la fe”.
El Señor dijo:
“Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera:
‘Arráncate de raíz y plántate en el mar’, y os obedecería.
¿Quién de vosotros, si tiene un criado labrando o pastoreando, le dice cuando vuelve del campo: ‘Enseguida, ven y ponte a la mesa’?
¿No le diréis más bien: ‘Prepárame de cenar, cíñete y sírveme mientras como y bebo, y después comerás y beberás tú’?
¿Acaso tenéis que estar agradecidos al criado porque ha hecho lo mandado? Lo mismo vosotros: cuando hayáis hecho todo lo que se os ha mandado, decid:
‘Somos siervos inútiles, hemos hecho lo que teníamos que hacer’» (Lucas 17,5-10).
Una palabra de Cristo pesa más que mil razones. Y este pasaje contiene una única enseñanza suya en dos parábolas distintas. Él quiere enseñarnos que la fe es lo que da definitivamente la vida. Porque es un don que Dios siembra como minúscula semilla en lo más íntimo de cada persona. Con ella nos va revelando la verdad y nos llena de la fuerza y la paz que van creciendo hasta hacernos vivir en plenitud. ¡Es así como se colman nuestros grandes anhelos!
La semilla de mostaza, que es una de las más pequeñas entre las plantas, es también la respuesta al pesimismo y la poca valoración que a veces damos a lo que vivimos. Porque no hay nada pequeño si ha sido hecho por amor. Y esto es así porque para Dios no cuenta lo llamativo, sino la autenticidad de lo que se siembra. Él se encarga de hacerlo germinar. Porque la caridad, como norma suprema del evangelio, no hace ruido y, sin embargo, echa raíces.
Esto nos enseña que debemos continuar esparciendo la semilla de las buenas obras, como las palabras de vida, en cada lugar en que estamos presentes. Hay semillas que germinan muy pronto, otras pueden tardar más y necesitar duros inviernos bajo tierra antes de despuntar. Pero lo cierto es que Dios no deja de hacer germinar la simiente que hayamos sembrado sin mezquindad. Por eso, pensemos hoy cuáles son esos “pequeños” actos de caridad y verdad que vamos realizando en nuestro día a día y que debemos valorar.
Pero, ¿qué es una semilla que se siembra y luego no se cultiva? ¿Qué pasa si no la regamos, la desmalezamos y la protegemos de las heladas o el calor calcinante? La fe, como semilla inicial de nuestra vida en Cristo, debe ser regada por su gracia, y para ello debemos buscarla siempre en los sacramentos, la oración y las virtudes morales. Debe ser nutrida por una continua y buena formación, leyendo el Catecismo de la Iglesia y escuchando sus explicaciones desde la voz de pastores sabios y probados. Debe ser defendida de los ataques de la duda, el relativismo y la comodidad. Debe ser podada de todo lo que le es ajeno, para que sea pura y siga creciendo con fuerza y frutos abundantes. Recordemos que el don de Dios está siempre amenazado por la cizaña del demonio, que busca por todos los medios sofocar la buena siembra. Hoy, como lo enseñó Benedicto XVI, se va constituyendo una “dictadura del relativismo” que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida sólo el propio yo y sus apetencias. Tengamos especial cuidado con ello.
La Palabra de este domingo también nos deja claro que la fe es mucho más que sentirnos tranquilos con Dios y con nosotros mismos. Es activa, rompedora, desafiante, y se ejercita como una disposición que tenemos que avivar una y otra vez. Efectivamente, cuando Dios da una gracia, el ser humano ha de sudar. El trabajo interior por convertirnos, así como ese externo por ofrecer lo mejor de nosotros mismos a los demás, son el distintivo de la verdadera fe. Por eso dice el Señor: «Como bajan la lluvia y la nieve desde el cielo, y no vuelven allá sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al sembrador y pan al que come, así será mi palabra que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que cumplirá mi deseo y llevará a cabo mi encargo» (Isaías 55, 10-11). Si pedimos una mayor fe a Dios, también hemos de estar dispuestos a ejercitar este don con esperanza activa y caridad comprometida.
«Somos siervos inútiles, hemos hecho lo que teníamos que hacer» Quiera Dios que nos podamos presentar así ante Él, como los siervos que han hecho lo que debían. Eso nos salva del espejismo de la autosuficiencia y del veneno de la soberbia. En la adoración y la fidelidad a Dios está nuestra fortaleza. Estar en su presencia es nuestra mayor recompensa. Que podamos descubrir en cada acto del día la oportunidad para ser siervos fieles. Así lo que nos toca vivir puede dejar de ser una carga o una desgracia, si descubrimos en la voluntad de Dios lo que debemos vivir en plenitud.
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