
Descanso
¿Por qué no nos damos cuenta de cuándo nos dormimos?
Cada noche cruzamos la frontera entre la vigilia y el sueño sin darnos cuenta. Pero ese instante en que “caemos dormidos” es más complejo e interesante de lo que parece

Nadie puede decir con exactitud cuándo se duerme. Podemos recordar que dábamos vueltas en la cama, que mirábamos el reloj o que pensábamos en algo… y de repente, el tiempo se interrumpe. Lo siguiente que sabemos es que han pasado horas. Este lapso tan cotidiano y misterioso ha intrigado durante décadas a neurocientíficos y especialistas del sueño.
El hecho de que no podamos percibir el momento exacto en que nos dormimos no se debe a un simple despiste, sino a un cambio progresivo, y profundamente biológico, en la forma en que el cerebro procesa la realidad.
¿Por qué no somos capaces de acordarnos de cuando nos dormimos?
Todo empieza con una orden hormonal. Cuando anochece, la glándula pineal, situada en el centro del cerebro, comienza a producir melatonina, una hormona que regula nuestros ciclos de sueño y vigilia. Su presencia en la sangre envía una señal inequívoca: es hora de reducir la actividad.
Conforme aumenta la melatonina, el cerebro pasa a un estado intermedio entre la vigilia y el sueño. Es lo que los expertos llaman fase hipnagógica, un breve periodo en el que el cuerpo se relaja, las ondas cerebrales se ralentizan y los pensamientos empiezan a mezclarse con imágenes y sensaciones sin sentido.
En ese momento, explica la Sleep Foundation, la conciencia se va desvaneciendo de forma gradual. No hay un “clic” que la apague de golpe; el cerebro simplemente deja de registrar información del entorno y prioriza la desconexión.
Uno de los primeros sistemas en “apagarse” es el hipocampo, la estructura responsable de consolidar recuerdos y experiencias. De acuerdo con investigaciones de la Society for Neuroscience, cuando el hipocampo reduce su actividad, deja de registrar lo que ocurre en ese preciso instante. Por eso no recordamos habernos dormido, del mismo modo que no recordamos haber perdido la conciencia bajo anestesia.
A medida que la actividad cerebral se reorganiza, el cerebro deja de funcionar como una red conectada para pasar a modos más localizados. Las ondas alfa (propias del estado relajado) dan paso a las theta, que marcan el umbral del sueño. El resultado es que seguimos escuchando o sintiendo cosas del entorno: un ruido, una voz o un movimiento; pero sin capacidad para reaccionar o integrarlas en una narrativa consciente.
Paradójicamente, una vez dormidos, el cerebro no se detiene. De hecho, entra en una de sus fases más activas. Durante el sueño profundo, procesa y clasifica la información del día, consolida aprendizajes y refuerza conexiones neuronales.
Según estudios de la Harvard Medical School, mientras dormimos el cerebro “limpia” sustancias de desecho acumuladas durante la vigilia, gracias a la activación del sistema glinfático, una red que solo funciona durante el descanso.
En la fase REM, la más cercana al despertar, la actividad cerebral se asemeja a la de la vigilia: soñamos, revivimos emociones, ensayamos recuerdos y procesamos experiencias. Pero todo esto ocurre sin conciencia plena, ya que las áreas que nos hacen conscientes, como el córtex prefrontal, permanecen parcialmente inhibidas.
¿Por qué el cerebro necesita olvidarlo?
No darnos cuenta de cuándo nos dormimos tiene, en realidad, una función adaptativa. El sueño necesita una desconexión progresiva, no un corte abrupto. Si fuéramos conscientes del momento exacto en que “apagamos” la mente, no podríamos dormirnos con naturalidad: esa observación interrumpiría el proceso.
El cerebro, en ese sentido, actúa como un ordenador que entra en modo de ahorro de energía: apaga lo innecesario para mantener solo lo esencial. Y en esa transición, la conciencia simplemente se desvanece.
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