Desescalada

El león encerrado

Dos meses de condena en aislamiento pueden resultar demoledores, sobre todo si la situación mejora pero nos sigue amenazando silenciosa e implacablemente

Madrid vacío.
Madrid vacío.PlatónLa Razón

Hasta las personas más austeras y autosuficientes empiezan a sentir la intoxicación interna. Respirar el mismo aire, vivir en el cuerpo de esta marmota peluda y gigante, gorda y lenta. Ya no resulta noticia que todos los días sean iguales y maldita la gracia de llevar esta mascarilla. Hace dos meses, recibíamos asustados una noticia histórica, la declaración del primer estado de alarma de nuestra historia, el confinamiento masivo de la población española (Nota: el primer estado de alarma realmente fue en 2010 durante la huelga de controladores aéreos pero nadie se acuerda). Veíamos con terror las noticias pero la cosa tenía algo de aventura y la adrenalina nos llevaba a experimentar la unidad y una responsabilidad necesaria que aparece cuando no apetecen los chistes. Encerrarse, después de todo, era la mejor manera de seguir vivos y mi yo primitivo se arrobaba en la seguridad de la esquina de mi sofá. El instinto de supervivencia asumía el mando. Sin embargo, dos meses después de esta pesadilla, hasta el último ápice de lo que pudiera resultar interesante o atractivo al comienzo de semejante «experiencia histórica» empieza a desvanecerse. El efecto túnel asfixia la psicología de los más estoicos, y aún peor es mirar hacia adelante. Más afiladas serán las curvas del futuro.

Decían que íbamos a recalibrar las prioridades pero ¿echar de menos el lugar de trabajo no es recalibrar tanto nuestra vida que colapsa el marcador? Me dice un amigo que, sin bares y sin el gimnasio, su vida social no existe. Ellos, la mayor parte de mis amistades, son hipocondríacos olímpicos y pesimistas desaforados. No son buena compañía y llevo semanas despistando las videollamadas, respondiendo selectivamente a los mensajes que cortan las alas de sus angustias. Me creía mejor.

A principios de marzo, ¿saben qué hice? Me invitaron a ver el Real Madrid-Barcelona y experimenté con miles de seguidores de mi equipo una victoria contra el eterno rival. Y ya era hora. Podría haber abrazado al Bernabéu entero como mis legítimos hermanos. Eso fue el día 1. Después, cuando todo esto empezó, yo estaba estupendamente. Repetía mis mantras, me sentía firme. Nunca cedí al sentimentalismo de los aplausos en la torre de marfil de mi fortaleza mental pero tampoco menosprecié la amenaza. Como buen «marine», me levantaba a mi hora, seguía mis rutinas y trataba de ser productivo. Hace días que he empezado a sentirme como un militar, sí, pero un tripulante del Kursk o como uno de las misiones Apollo de la NASA, de las que no explotan (al menos, todavía).Tanto, que cuando nos autorizaron a pasear, abracé la posibilidad con entusiamo. Incluso me quité el chándal y usé desodorante. Ahora me niego a salir, no quiero las migajas de su libertad. Yo, mosqueado, no atiendo a negociaciones. Y la cosa se va a poner peor, porque, dos meses después, con todo el sufrimiento vivido, el miedo al virus no ha desaparecido sino que se ha modulado. Es un miedo al que nos vamos a tener que enfrentar aunque de otra manera aterradora. Ya no vale esconderse. Hay que salir a la calle y llevar encima unos décimos del sorteo del Coronavirus.

Después de las últimas noticias, hechas públicas ayer, los números seguirán atormentándonos. Los de inmunizados, los de test realizados, los de la lista de parados, los ausentes. Y las palabras también. ¿Estoy asintomático? ¿De verdad que todavía no pertenezco al rebaño? Y las envidias. En primer lugar, el deporte nacional está dirigido oficialmente desde hoy contra ese canalla 5 por ciento de españoles que ha pasado el Coronavirus, algunos sin darse cuenta. Y los otros resentimientos que nos quedan en el catálogo, los específicos y «ad hominem»: esos de Granada que miran mal a los de Murcia, que están en otra fase y no respetan las medidas de seguridad. Y encima se pasan todo el día en el bar. Los de la gran ciudad, que envidian a las provincias y los de la costa al interior. El que inventó las Comunidades Autónomas ¿en qué estaba pensando? ¿Más razones para dividir a los españoles? ¿Más? Yo no sé qué esperaba de esta experiencia, pero, si me preguntan sí que sé de lo que me he dado cuenta: soy frágil. Y no soy el único.