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¿Podrían llover tiburones?: “Sharknado”

No se ha hecho famosa por su calidad, sino por ser ridícula, pero ¿es todo tan extraño como parece?

Imagen de Sharknado, la película.
Imagen de Sharknado, la película.ilustraccion tiburonesla razon

Es posible que hayas oído hablar sobre las películas de serie B, filmes de bajo presupuesto que no alcanzan los fondos de una gran producción de Hollywood. Lo que tal vez no sepas todavía es que ese término es parte de una escalera de caracol hacia la locura.

Por debajo de la serie B existe una serie C y si bajamos unos cuantos escalones más llegaremos a la infame serie Z. Su producción, su guion y sus actores suelen ser tan abominables que caen en la categoría del humor absurdo y han creado una legión de fans incondicionales.

The Room, Temblores o Black Sheep son ejemplos más o menos autoconscientes de su condición, pero si tuviéramos que elegir tan solo un título para ejemplificar el género, ese tendría que ser Sharknado.

El argumento se resume rápidamente: una tromba marina levanta hasta el cielo centenares de tiburones para dejarlos caer sobre Los Ángeles. Desde que apareció durante 2013 en el canal americano SyFy, Sharknado ha ido ganando popularidad hasta convertirse en una película de culto. Su factura es tan lamentable que parece un choque de trenes: no importa cuánto quieras apartar la vista, no puedes dejar de mirarla. Este extraño éxito ha justificado no solo una secuela, sino seis, una por año hasta el cierre de la saga. ¿A qué se debe esta extraña atracción? Y lo que es más fácil de responder: ¿tan imposible es que lluevan tiburones?

Lluvias de animales

Cuando Thunder Levin empezó a escribir el guion de Sharknado, las ideas que revoloteaban en su cabeza no eran todas producto de su imaginación. Parte era un calco de leyendas folclóricas que podemos ver a lo largo y ancho del mundo y de las centurias: las lluvias de animales.

Uno de los testimonios más antiguos de este extraño fenómeno meteorológico se remonta al siglo IV a. C. de boca de Ateneo de Náucratis. Según el gramático estuvieron cayendo peces del cielo durante tres días. Desde entonces no han faltado historias similares: serpientes, ratas, ranas, aves y lo que haría las delicias de muchos: gambas. ¿Es esto posible o se trata de una leyenda?

No podemos poner la mano en el fuego por todas y cada uno de los miles de historias que existen sobre animales caídos como lluvia, pero unas pocas han sido documentadas con detalle y, efectivamente, son reales. Lo más frecuente es que los protagonistas sean peces u otros pequeños animales acuáticos, lo cual está íntimamente relacionado con la principal explicación: los tornados.

Concretamente tornados sobre el agua, los cuales reciben el nombre de trombas marinas o mangas de agua. Estos fenómenos meteorológicos se forman en zonas de baja presión atmosférica, donde la superficie del agua se calienta por encima de los 25 o 26ºC.

En estas condiciones, el aire caliente y húmedo de la superficie del agua asciende con facilidad, formando un tipo de nube de aspecto algodonoso denominada cúmulo. Pero falta algo: corrientes de aire de casi 100 kilómetros por hora que, al correr cerca de la columna ascendente de aire la harán girar sobre sí misma, como un coche que pasa cerca de una bolsa de patatas tirada en la vereda.

La diferencia es que el pequeño tornado que cree el coche ni siquiera merecerá tal nombre, mientras que el que producen estos vientos son el último ingrediente para la creación de la tromba marina. Ahora se alza un torbellino de agua que aspira líquido y “tropezones” a su paso.

Otros problemas

Aunque no todos los expertos están de acuerdo, esta hipótesis podría explicar las lluvias de peces. El resto de las hipótesis parecen menos plausibles, como, por ejemplo, la posibilidad de que se trate de cadáveres de algún acuífero subterráneo que, por las lluvias, han salido a flote.

Sea como fuere, nada de esto explica que una manga de agua pueda levantar tiburones blancos de cuatro metros y media tonelada, ni como podría su corpachón sobrevivir al impacto con el suelo. Pero a pesar de ello, no nos importa demasiado esa falta de rigor. De hecho, es parte de la magia que encadena nuestra mirada a la pequeña pantalla.

Puede que este hechizo se deba en parte a nuestra empatía como seres humanos, activada ante el descalabro de su director, Anthony C. Ferrante. Tal vez se valga de nuestra incapacidad para predecir la ristra de sinsentidos que suceden en sus fotogramas y para los que la realidad, infinitamente más coherente, no nos tiene preparados. Las explicaciones son muchas, pero ninguna de ellas cambia la inquietante realidad de que un filme de esta calaña se haya convertido en todo un icono del séptimo arte.