Cáncer
Mencionar el nombre de Pablo Ráez desemboca en una irremediable necesidad de besar, abrazar, acariciar y amar. Su combate contra la leucemia agujereó las pantallas a través de las que relataba su historia y se instaló en algún recoveco de quienes la hicieron suya. Lo protagonizó con entrega, sin premeditación. Con el convencimiento de que su dolor y su tristeza serían unas herramientas sanadoras y balsámicas para todos aquellos que llegasen tras de sí. Les imantó a golpe de belleza, de verdad y de bondad. Y ahí se quedó a vivir. «La muerte forma parte de la vida. Por lo que no hay que temerla, sino amarla», escribió por última vez. Ese enamoramiento no es algo que se decida, sucede casi sin pensarlo. Cuerpo a cuerpo, mente a mente. El próximo 25 de febrero, se cumplirá el segundo aniversario de su marcha y, en este tiempo, si algo ha quedado claro es que Pablo ha dejado de existir, pero no de vivir. Como bien dice su madre, Rosemari, una persona desaparece cuando se la deja de amar y a él se le sigue queriendo con todo el alma.
Hizo de su tragedia una llamada a la esperanza, abandonando toda esa melancolía que rodea a la enfermedad y cubriendo de luz cualquier oscuridad. Luchó contra la «bicha» desde los 18, le plantó cara con dos trasplantes y se despidió de ella con la calidez de su familia. En todo momento, con la convicción de que solo hacen falta pequeños gestos para cambiar el mundo: su mensaje vitalista caló tanto que consiguió que el número de donaciones de médula ósea en Málaga aumentara un 1300% en 2016 y que hoy siga dando sus frutos. «Esta enfermedad me ha dado más de lo que me ha quitado», decía siempre. Aunque supusiese que le arrebatase la mismísima vida. Pero de eso no quería hablar. No porque tuviera miedo al final, sino porque quería mantenerse en pie hasta entonces. Siempre fuerte. Siempre decidido. Como el arrojo de Andrea Rodríguez, su novia y compañera de viaje, al abandonar su vida por completo para disfrutar de cada segundo con él.
A pesar de que tan solo llevaban diez meses juntos cuando recayó, se habían prometido y tenían un sueño en común: pasar el resto de sus vidas juntos. Él con 19 años, ella con 26. Él era deportista, ella profesora de yoga. «Me quedé muy sorprendida con su actitud. Esa admiración que sentí fue la misma que tuvo el resto de la gente al escucharle», recuerda Andrea. En su primer libro, «Cuando nos volvamos a encontrar» (Ed. Crossbooks), le rinde homenaje a esa persona que le enseñó a vivir con mayor conciencia y sin ninguna floritura. Lo esencial estaba ahí, a pocos centímetros de los dos. Pablo le declaraba su amor cada vez que podía y compartía imágenes repletas de cariño. «Gracias amor mío por estar a mi lado a pesar de las dificultades, la distancia, la enfermedad, las preocupaciones...», le dedicó en más de un ocasión. «Haces que el hospital parezca un hotel. Eres una campeona, eres mi guerrera». Con esa misma energía, encaraban todos sus avances y retrocesos. Sin permitir que la voz temblase más de lo normal o que la esperanza flaquease ni un milímetro. Su amor pudo con todo.
Incluso con su despedida. La última semana, Pablo le pidió estar solo. Andrea lo respetó y, a cambio, le escribió cartas. Hasta que una noche se plantó en su casa. Se quedó inmóvil frente a la puerta, pensativa. Finalmente, llamó al timbre y la madre del joven salió a recibirla. La invitó a subir a verle. «Pensé que, si él quería recibirme, era porque ya se encontraba mucho mejor. Hablamos un poco y le acompañé a la cama», revive Andrea. Lo que entonces no sabía es que se estaba despidiendo. Al mes siguiente de su muerte, la joven soñó con él. Durante unos minutos, la abrazó y le dedicó algunas palabras: «Me dijo que la muerte no existe y que se encontraba bien». Se despertó llorando, aunque con la tranquilidad de haberlo tenido en su vida. Como todos nosotros.