Sensibilidad química múltiple
«A los 21 años me dijeron que si no me quedaba encerrada en casa mi enfermedad me mataría»
La vida de Alba ha estado en riesgo en numerosas ocasiones por actos tan comunes como oler un perfume o pasar por una calle que estaban asfaltando
Al ver la imagen que preside este reportaje es difícil imaginar la historia de su joven protagonista (tiene 26 años), aunque quizá el ramillete de fármacos que aparecen en otra pueden dar una pista de a lo que se ha enfrentado (y se enfrenta) a diario desde muy temprana edad. Ella y su familia tardaron unos cuantos años en saber qué era ese enemigo silencioso que no una vez ni dos, sino en varias ocasiones, casi acaba con la vida de Alba Férez, una joven vital, llena de energía y sin enfermedades importantes previas diagnosticadas.
El diagnóstico de Alba tardó en llegar, pero cuando lo hizo acabó con años de incertidumbre y desconcierto. Padece Sensibilidad Química Múltiple (SQM), un trastorno que implica una respuesta fisiológica de determinadas personas a sustancias que se encuentran en el ambiente, los alimentos o incluso a medicamentos. Con frecuencia quienes la padecen desarrollan enfermedades asociadas, especialmente Síndrome de Fatiga Crónica, intolerancias alimentarias y síntomas tan variados como taquicardias, ronquera, arritmia, descoordinación motora, trastornos del habla... Los desencadenantes más comunes son los perfumes, los productos de limpieza, el gluten, el maíz, la soja o el glutamato monosódico, entre otros. La SQM tiene cuatro grados, desde síntomas tolerables a la gran invalidez, el que afecta a Alba.
Ella recuerda que desde pequeña tenía “una salud débil, me he pasado la vida en urgencias, siempre me pasaba algo: cuando no era una bronquitis era una dermatitis, psoriasis... mi madre me decía que me tenía que haber puesto María Dolores”, bromea. También afirma que “tenía dolores, tenía que tomar un paracetamol para aguantar la jornada, y yo pensaba que era normal, que como hacía tantas cosas por eso estaba tan cansada”. En la Sanidad pública le iban tratando esos síntomas “con parches”. A los 16 años recibió un balonazo en el patio de colegio y se le rompió el coxis, lo que afectó al nervio ciático. A consecuencia de ello se quedó en silla de ruedas seis meses y engordó 50 kilos. “Cuando me levanté de la silla de ruedas tuve problemas en las rodillas, en las caderas... aunque luego me recuperé”.
A raíz de sufrir este incidente Alba empezó a pensar en que podría dedicarse a algo para ayudar a los demás, por lo que hizo un curso de FP en Integración social y decidió más tarde estudiar la carrera de enfermería. “Estaba en un momento vital muy bueno”, subraya.
No obstante, las cosas empezaron a complicarse. Un día estaba en la piscina con una amiga, “y como he tenido tantos shock anafilácticos en mi vida (una reacción alérgica extremadamente grave que afecta a todo el organismo), reconocí los síntomas y la pedí que me llevara al hospital. Allí confirmaron mi presentimiento: era un shock, pero no sabían por qué se había producido. Cuando a una persona le sucede, cuando te ponen la medicación a las dos horas estás recuperadísima. Pero yo no me recuperaba, por lo que decidieron ingresarme para ver qué me pasaba”. Al día siguiente, cuando entró una enfermera en un cambio de turno, “me ahogué de forma súbita. Luego supimos que como venía de su casa recién maquillada, tal y como se me acercó se me cerraron las vías respiratorias”. “Me llevaron a la UCI, allí pasé unos cinco días, no sabían la razón de lo que me estaba pasando. Al final, a base de corticoides consiguieron estabilizarme y volví a planta. Me dijeron que había sido algo aislado, que no me tendría por que volver a pasar y que no me preocupara”, nos cuenta.
Volvió a su casa, a su vida, pero a las pocas semanas, cuando estaba en la facultad “me empecé a poner roja, me quedé sin voz, me picaba todo el cuerpo, las manos...” y volvió a ir al hospital. Allí le dijeron otra vez que no sabían lo que le estaba pasando, le pusieron tratamiento pero de nuevo sin el efecto deseado, por lo que volvieron a ingresarla en planta. “El alergólogo me dijo que no me preocupara, que me harían unas pruebas para descartar, y que llevara una vida normal”. Días más tarde sufrió un nuevo episodio, pero esta vez decidió ir a un hospital público (en las dos ocasiones anteriores la habían atendido en un privado). El diagnóstico fue otra vez un shock anafiláctico, pero decidieron ingresarla para hacerla pruebas. Como éstas salieron bien, “me dijeron que podía volver a mi vida, pero que me pasaban a la unidad de psiquiatría y psicología, ya que consideraron que por mis circunstancias vitales probablemente tendría un cuadro ansioso que me estaba provocando estas situaciones”. “Esto no lo entendimos, y dificultó mucho el proceso”, sostiene Alba, quien señala no obstante que “siempre he estado receptiva y abierta a cualquier cosa que me pudiera ayudar, si la solución era tomar un antidepresivo me parecía bien”. Así estuvo durante dos años, lo que empezaron siendo episodios bastante controlados se fueron complicando: “Cada vez tenía más síntomas, me encontraba peor, las crisis duraban más tiempo y con más repercusiones, sin saber las causas ni qué hacer para evitarlo”.
Empezó a pasar por todo tipo de especialistas (reumatología, neumología, alergología, logopedia...), aunque lo más curioso era que, aunque sus síntomas eran sobre todo respiratorios, “nunca me habían hecho una prueba de asma”. Al final, su madre consiguió que la derivaran a un especialista, que estaba en hospital San Pau de Barcelona. “Me dijo que sí, que tenía asma y un cuadro alérgico de base, pero que había algo que me lo estaba provocando y creía saber qué era”. La pasaron a medicina interna, a la unidad de fatiga crónica, donde la hicieron un test. “Las preguntas me sonaban mucho, me sentí identificada”, asevera. Al darle los resultados por fin llegó su diagnóstico: tenía SQM de nivel 4, el mayor de todos. “Tardaron ocho meses en diagnosticarme, y aun así tuve mucha suerte, porque en mi caso había riesgo vital, cosa que a la mayoría de las personas que tienen esta enfermedad no les pasa. En este sentido he tenido la suerte de morirme delante de las personas que me querían, porque me ayudó a que el proceso se agilizara”.
Los especialistas les dijeron a sus padres que una de las formas de mejorar era ir a un entorno lo más seguro posible, por lo que en enero de 2020 se fue a vivir con sus abuelos a un pueblo de Barcelona. “Vino la pandemia, nos encerraron, como estuve ocho meses sin salir por la covid dejé de tener crisis. En septiembre pensé que había mejorado, y que era cuestión de jugar con las exposiciones”. Por eso, decidió buscar un trabajo (con niños) a domicilio. “Pedí a las familias que limpiaran con productos naturales, que no se pusieran colonias... y para no tener que ir en transporte público me compré una moto”. Pero aún no estaba a salvo, ni mucho menos. Al mes de tener una vida normalizada empezó a tener crisis epilépticas, se desmayaba... Un día cuando iba al trabajo pasó por una calle que estaban asfaltando y se volvió a ahogar de forma súbita debido al alquitrán. “A mis padres les dijeron que la exposición había sido muy fuerte y que lo único que podían hacer era una traqueotomía para dejarme las vías respiratorias abiertas”, aunque logró superar la crisis. Sin embargo, “me dijeron que si no me quedaba en casa aquello iba a acabar conmigo”.
Tuvo la suerte de conocer a través de Instagram a otra chica con su misma enfermedad en Madrid, que la dijo que “no era verdad que no hubiera nada que hacer, ni la única alternativa quedarse encerrada en casa”, y la puso en contacto con una doctora de medicina integrativa. “Empecé con él, y después de tres años, de irme a vivir fuera de Barcelona, de darle a mi vida una vuelta entera, te puedo decir que llevo una vida lo más organizada posible”.
Hoy en día tiene su rutina muy establecida: “Teletrabajo, en un sector totalmente diferente al mío gracias a personas que me han dado oportunidades”. Sigue un control ambiental exhaustivo, sin sustancias tóxicas, usa filtro para el agua, un purificador de aire, viste con ropa lo más natural posible, al igual que con los productos de limpieza del hogar y los cosméticos. Una mascarilla no eliminaría del todo su problema, ya que no hay ninguna que filtre al 100% las partículas, y los tóxicos pueden entrar por otras mucosas.
No obstante, reconoce que “cuando hago según qué cosas sé que voy a sufrir las consecuencias. Por ejemplo, cuando quiero ir a bailar a mi academia el viernes (es una de sus grandes aficiones) tengo que haber llevado una semana lo más tranquila posible para poder permitirme esa exposición, y sé que el fin de semana voy a tener efectos a nivel respiratorio, dermatológico o lo que sea”. Además, hace mucho deporte (al aire libre), sigue una alimentación lo más antiinflamatoria posible, y gestiona el estrés con una psicóloga especializada. También ha empezado a hacer excursiones con Merrell Hiking Club (de quien es embajadora), que la ha ayudado a hacer actividades al aire libre, sociables y adaptadas al entorno en el que puede estar. Asimismo realiza terapias para controlar el dolor, como acupuntura o fisio, o va a cuevas de sal para desinflamar las vías respiratorias. “Esto me permite tener controlada y estable la enfermedad”, asevera.
Esta joven reconoce que el alto coste de todos los productos y tratamientos que sigue supone un gran esfuerzo económico. Por ejemplo, el coste de las medicinas que toma es totalmente privado, y puede estar entre los 500-1000 euros al mes, dependiendo de la etapa en la que se encuentre. “Al final vives por y para cuidarte”, afirma. Mientras sus amigas se preocupan por la ropa que van a poder comprarse ese mes, “yo lo hago por si voy a permitirme más sesiones de fisio, de cuevas de sal, o cuantos botes de pastillas necesito, o si voy a un médico determinado este mes o al siguiente”.
Al ser preguntada sobre si esta rutina le supone mucho sacrificio, señala que “al final es una balanza, hay que seguir unos hábitos estrictos, para no perder la tolerancia e intoxicar el cuerpo, pero está claro que como yo digo siempre vivir merece la pena, y pagar las consecuencias cuando me expongo más merece la pena. La alternativa es quedarse encerrada en casa, y eso sí que no merece la pena”.
Bienestar emocional
Otro de los aspectos más importantes de una enfermedad como la que padece Alba son las consecuencias que tiene sobre su salud mental. En este sentido, asegura que “tengo un tipo de personalidad que me ayuda a gestionar este tipo de situaciones, aunque evidentemente no eres consciente de lo que pasa hasta que lo has pasado, en las crisis vas en modo de supervivencia y alerta”. “Lo más complicado y duro de llevar ha sido el que te hagan creer que no hay nada que hacer, que la única salida es encerrarte en tu casa con 21 años siendo dependiente de tus padres, tanto física como económicamente”, se lamenta. Las consecuencias del tratamiento que sigue también son importantes: “el camino de mejoría es complicado y se pasa muy mal, sobre todo por las consecuencias físícas”, confiesa. “Estuve durante cuatro meses vomitando hasta 16 veces al día. El tratamiento que te dan es una limpieza extrema, como una quimio muy fuerte, pero en sentido contrario”. Y hay secuelas y efectos secundarios.
Respecto a la terapia psicológica, Alba reconoce que le ha ayudado mucho, y que su importancia es de un 50-50 respecto a la física. Te ayuda a “aprender a gestionar lo que vives, y a tener que apartarte de todas aquellas cosas que antes te daban vida y ahora te la están quitando”. “Todo eso es muy complejo de llevar: no ir a estudiar, a trabajar, no poder quedar con tus amigas..., vas contracorriente”, subraya.
“Tuve la suerte de que un grupo de chicas de mi trabajo se acercó a mí, se volcó al 100% y a día de hoy son mi grupo de amigas y junto con mi familia mi apoyo principal”.
La joven reconoce que no está de acuerdo con que enfrentarse a tipo de situaciones proporcione un aprendizaje, o que te haga más fuerte. “Evidentemente, no te queda otra alternativa, y aprendes de la situación a base de golpes”, argumenta. Su lema de vida es sencillo, pero refleja muy bien su nivel de aceptación de las circunstancias: “Hago lo que puedo con lo que tengo”, lo primordial para ella es “no resignarse e ir avanzando según tus circunstancias y limitaciones”. A día de hoy añora poder trabajar en su vocación, los niños con diversidad funcional, pero tiene una vida normalizada “y eso me hace feliz”, sostiene. Además, a través de su cuenta de instagram (@ferezlife) cuenta su día a día y ayuda a personas que pueden estar en su situación resolviendo las dudas que la plantean.
Cuando le preguntamos qué espera del futuro su respuesta es tajante: “Me pasé siete años construyendo un futuro que no he podido vivir. A día de hoy vivo mucho el presente y el ahora, sin intentar vivir a largo plazo”. Aún así, pide un deseo: “Que la salud me permita vivir lo mejor posible, con un cuerpo lo más funcional posible”. Ojalá se cumpla.
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