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La verdadera historia de Fray Junípero, el franciscano aventurero que promovió el desarrollo de México y California

Lejos de las ideas que manejan ciertos sectores sobre el santo, fue un firme defensor de los indios y experto aventurero

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Cuando Fray Junípero Serra desembarcó el 7 de diciembre de 1749 en Veracruz, tras un larguísimo viaje desde su Mallorca natal, ¿cuál sería el primer pensamiento que asaltó su mente? ¿Tendría miedo? Estoy seguro. La tarea que se le presentaba durante los años siguientes no era una fácil de acometer, ni siquiera para él, un hombre de 36 años, doctorado en filosofía y teología y curtido en los combates de la fe. Pero quiero pensar que el miedo duró uno, dos, tres pasos, rápidamente eliminado al sentir sus dedos cosquillear por la emoción de la empresa.

La emoción se unió a la pasión y el sabor salvaje de la aventura. Pero no era la misma aventura que vivirían los famosos conquistadores y exploradores españoles, transitando densas selvas y combatiendo contra poderosas civilizaciones locales para extender el dominio del Imperio español, sino una exenta de espadas y de cualquier atisbo de violencia. Es la aventura del fraile evangelizador. Una más peligrosa, más desprotegida y, como se ha visto en los años posteriores, más desagradecida. Mientras sus compañeros de viaje tomaron los caballos que les ofrecieron para llegar a Ciudad de México lo antes posible, Fray Junípero decidió caminar los 500 kilómetros que separaban Veracruz de la capital del Virreinato de España. Quiso impregnarse con cada palmo de terreno, cada brizna de aire que circulase por aquellas tierras nuevas para él, conocer la cultura en la que se disponía a sumergirse. Calzaba una vara recia, el hábito y dos sandalias bien atadas a los pies. Lejos de los costosos y complejos equipos de senderismo que manejamos en la actualidad.

Para cuando alcanzó su destino, la dureza del viaje había sido tal que tuvo que pasar varios días postrado en el catre, víctima de una dolencia en la pierna que no le abandonó hasta su muerte. Fue el primer precio que pagó por su ansia aventurera y piedad religiosa, aunque no sería la última.

Misión imposible: Sierra Gorda

El ser humano vive un continuo enfrentamiento entre desistir o combatir por los sueños. Cada herida que la vida nos infringe puede ser una excusa para desistir o un arma con la que luchar por ellos. Fray Junípero cojeaba, contaba con la excusa ideal para quedarse en Ciudad de México durante el resto de sus días y desistir, pero no era este tipo de sangre la que circulaba por el franciscano. Solicitó permiso para fundar una misión en Sierra Gorda - región conocida en aquella época por la hostilidad hacia los frailes - y seis meses después recibió la aprobación para instalarse en este complicado terreno.

El ser humano vive a su vez un continuo enfrentamiento entre la estupidez y la inteligencia. La estupidez se cura viajando, leyendo y escuchando, siempre manteniendo una útil posición de humildad. Quien lo haya hecho, comprenderá la labor de la Iglesia no solo en cuestiones evangelizadoras, sino como clave en el desarrollo social y cultural de numerosas civilizaciones repartidas a lo largo del planeta. Sin ser católico - porque no hace falta serlo para abrir los ojos y escuchar -, en Etiopía pasé dos meses colaborando con monjas de la Madre Teresa de Calcuta, en un orfanato para niños enfermos de VIH; en Costa de Marfil ayudé a unos hermanos jesuitas a construir una escuela en un pueblo abandonado de la mano de su gobierno; en Guinea Bissau conocí a un franciscano italiano que había abandonado todo lo que amaba para ayudar a varias tribus locales a desarrollar sus técnicas agrícolas, y a cuyos oficios dominicales apenas acudían cuatro o cinco fieles.

La tarea evangelizadora de Fray Junípero no se basó en el bombardeo constante de la palabra de Dios y la erradicación de culturas indígenas, sino que comprendió, como han hecho tantos servidores de la Iglesia, que es necesario el desarrollo de una cultura para para mantenerla fuerte frente a las adversidades del futuro. El franciscano no era un servidor de España sino de Dios, esto es importante, y su lucha no era por España sino por la felicidad de todos los hombres, sin importar su nacionalidad. Existe un amor del religioso hacia los territorios que evangeliza - visto con mis propios ojos - que no he encontrado en ninguna ONG de moda. El mallorquín no fue a Sierra Gorda para dar misa, exclusivamente, como pretenden decirnos algunos detractores; colaboró estrechamente con los pobladores locales para ofrecerles una vida más cómoda a las inclemencias de la naturaleza, les mostró nuevas técnicas de cultivo y les enseñó matemáticas y el misterio de las letras. Les dio las armas no solo para creer, sino para fortalecerse. Y es por esto que un papa argentino le canonizó en el año 2015.

Las misiones fundadas por Fray Junípero en Sierra Gorda son consideradas en la actualidad Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.

La Misión de Nuestra Señora de Loreto

Nueve años después de instalarse en Sierra Gorda, Fray Junípero comenzó a preparar su nuevo destino. En este caso sus pasos le llevarían al territorio apache, en el actual estado de Texas. La muerte del virrey impidió que este proyecto se llevara a cabo y tuvo que esperar varios años hasta que, tras la expulsión de los jesuitas de todos los territorios españoles por mediación de Carlos III, fuera enviado en 1767 a la Misión de Nuestra Señora de Loreto. Contaba por entonces con 56 años.

Un fraile de 56 años en una época en la que pocos llegaban al medio siglo, no era algo común. Pero menos común sería que mantuviese el vigor de Fray Junípero y su afán por hacer del mundo uno mejor.

Llegados a este punto, haría falta marcar un paréntesis. ¿Qué es un mundo mejor? Opino que sería uno donde haya paz, el menor número de enfermedades posibles, felicidad para los hombres y capacidad de crecimiento. Fray Junípero, allí en el siglo XVIII, mientras ingleses y franceses batallaban ferozmente para exterminar a los indios norteamericanos, tenía la firme convicción de que estos objetivos de paz, salud y felicidad para los hombres venían del amor a Dios. ¿Son estas ideas propias de un genocida y de un tirano? Cuando arribó a su destino en la Alta California y reanudó sus tareas de instrucción agrícola con los nativos, además de enseñarles a tejer y elaborar recipientes de cerámica, ¿actuó como un genocida y un tirano? Lanzo la pregunta al aire.

Su Carta de Derechos de los indios y enfrentamiento con el gobernador militar

Su espíritu se dividía entre la religión y la aventura. Cuando el explorador Gaspar de Portolá quiso establecer una ruta que conectase California con las colonias rusas en Alaska para facilitar el comercio de pieles, Fray Junípero acompañó a la expedición en calidad de capellán y diarista. Por el camino levantó las misiones de San Diego de Alcalá, San Carlos de Borromeo, San Antonio de Padua, San Gabriel y San Luis Obispo de Tolosa. Todas ellas con una clara intención evangelizadora y promotora del desarrollo económico de los habitantes de cada región. Mientras tanto, ingleses y franceses continuaban con el incansable exterminio de los nativos.

Pero no es oro todo lo que reluce, y en una época inclinada hacia los genocidios hubo cierto número de españoles que se dejaron llevar por la tentación de los malos actos contra los indios. Uno de estos descarriados, que si bien no llevó a cabo las masacres propias de los británicos, sí propició el abuso de la población local, fue el gobernador militar de Nueva California, Pedro Fages Beleta. Cuando Fray Junípero supo de sus abusos, rápidamente redactó un informe para el virrey de Bucareli, titulado Representación sobre la conquista temporal y espiritual de la Alta California (fíjese el lector en ese “temporal”). Es considerado como una de las Cartas de Derechos de los indios, situada al mismo nivel que los escritos de Fray Bartolomé de las Casas. Pidió la destitución del gobernador militar y consiguió que fuera sustituido por Fernando Rivera y Moncada.

Su labor evangelizadora se prolongó durante los años siguientes. No mató a un solo indio, por supuesto, como tampoco apoyó ningún tipo de erradicación de sus culturas. Porque su método era sencillo. Establecía una misión, con una pequeña cabaña para la residencia de los frailes, y esperaba a que los habitantes locales se acercaran a ellos. Les hablaban de la palabra de Dios y si los indios querían acogerla para ellos, tenían permiso para instalarse en las tierras colindantes al monasterio. Allí les enseñaban técnicas de agricultura, textiles y de ganadería, además de carpintería, herrería y albañilería. El resto de pueblos europeos seguían mientras tanto incendiando los poblados indios, o incluso les regalaban mantas infectadas con viruela para acabar con ellos más fácilmente.

Me considero un firme defensor de las culturas autóctonas. Son la identidad de cada tierra. Pero lejos de dejarme llevar por romanticismos poco realistas, comprendo que la supervivencia de una cultura pasa por el desarrollo y la evolución. Cuando los romanos llegaron a la Península Ibérica, encontraron una serie de tribus locales cazadoras y poco desarrolladas en cuanto a técnicas de cultivo. Trajeron las calzadas y su arquitectura, el derecho romano, sus técnicas rompedoras de la época. Solo así creció Hispania hasta dar al mundo emperadores de la talla de Trajano y filósofos con la sabiduría de Séneca.

Fray Junípero, por otro lado, no llevó una gota de sangre y hierro a las tierras americanas, sino un desarrollo y una evolución necesarias para fortalecer a las naciones indígenas frente al por entonces poderío europeo, les entregó las herramientas que realmente permitirían su supervivencia, que son la azada y el arado, no la espada y la pólvora. Y si por el camino convirtió, siempre de acuerdo con la libre voluntad de cada individuo, a miles de locales en la fe cristiana, ¿le convierte esto en un genocida o un destructor de culturas? Por supuesto que no. Y quien diga lo contrario, ha dejado claro qué camino escogió cuando tuvo que elegir entre la estupidez y la inteligencia.