Oriol Junqueras

¿Mártires altisonantes?

Terminó la fase de interrogatorios a los acusados en el juicio del «procés» y ha empezado ya el desfile de testigos. A pesar de que algunos de ellos son nombres de mucho peso por ahora no consiguen hacernos olvidar la sensacional extravagancia de las declaraciones de algunos de los procesados. El discurso más friki fue el de Oriol Junqueras, con ciclotímicas hemorragias de amor a España propias del cine de Benito Perojo. Quiso posar de Martin Luther King pero ni Ghandi, ni Mandela empezaban sus alegatos temblándoles la voz para terminarlos gritando lastimeramente. Junqueras confundió la testifical con un polideportivo municipal, dado su temperamento de mitin. Pero para sufridor se necesita más asertiva resignación porque nunca ha existido en la Historia ningún caso de mártir altisonante.

Esa falta de asertividad explica psicológicamente bastante bien como se inició todo este gran lío. Dio comienzo porque las elecciones plebiscitarias de 2015 arrojaron un mandato de empate y, cómo ese resultado los nacionalistas ni lo esperaban, ni les servía, ni lo querían respetar, decidieron ignorarlo y montar una votación falsa sin garantías para amañar unos resultados más de su gusto y poder decir que tenían un mandato del pueblo aunque no fuera verdad. Esa es la razón por la que nunca encontraremos a un independentista que quiera recordar el resultado de las autonómicas de 2015 a pesar de que fueran democráticamente fiables al contrario que el 1-O.

Tanto histrionismo y altisonancia en las declaraciones (casi psicodramas personales muchas veces) se convierten en la más clara demostración de que quienes están sentados en ese banquillo no representan a los catalanes. Como mucho, tan solo a una de la facciones más tristes de nuestro catalanismo, aquella que tiene una clara vocación totalitaria. Ahora, los mecanismos judiciales (Estrasburgo incluido) establecerán si las más que discutibles conductas de los procesados pertenecen a la inconsciencia, a la irresponsabilidad o a la simple bribonería. Ninguna democracia resiste una votación falsa y sin garantías. Manipular las urnas es la peor perversión de la democracia, quitarle su más sagrado sentido.