Covid-19

Nissan y Santana Motor. La nación a la que aferrarse

El catedrático de Economía analiza cómo reaccionan los diferentes estados a la crisis provocada por la covid-19 ante la disolución de grandes empresas

Trabajadores de Nissan se manifiestan hoy en Madrid por el cierre de su planta de Barcelona
Trabajadores de la planta de Barcelona de la compañía Nissan disfrazados de los personajes de la serie "La Casa de Papel", la semana pasada en BarcelonaMarta Fernández JaraEuropa Press

Hace siete años en plena mudanza a Suecia por razones profesionales, me acompañó –entre otras– la lectura de «Hay vida después de la crisis», que acababa de publicar José Carlos Díez en la editorial Plaza y Janés. El economista y comunicador contaba que en un encuentro con el Nobel de Economía Robert Lucas, le dijo: «los economistas hemos aprendido en esta crisis que no se puede minusvalorar la importancia de tener un prestador de última instancia». Esto es, frente a toda la arquitectura con la que se había construido la unión monetaria del euro a partir de la piedra angular de la independencia de los bancos centrales respecto de los gobiernos nacionales, el Nobel reconocía que cuando el mercado financiero se secaba sin un solo dólar que prestar, tener un gran banco central dispuesto a imprimir billetes una vez que todos se guardaban los suyos, era de vital importancia. Cuando toda la banca privada cerraba el grifo tras la crisis iniciada por la quiebra de Lehman Brothers, el prestamista de última instancia, el último proyectil en el cañón de la política monetaria era la banca pública, el Banco Central Europeo en lo que a España concierne. La crisis económica provocada por la pandemia de la covid-19 ya va camino de convertirse en lo que algunos intuíamos como crisis en dientes de sierra con un «valle» o caída en cada rebrote. En esta crisis –que no es de liquidez como en sus inicios lo fue la de 2008– herramientas como los ERTE han convertido al Estado español en empleador transitorio de última instancia de manera análoga a como todavía hoy el BCE sigue actuando como prestador de última instancia. Más allá, saltándose toda la liturgia de la no intervención de los estados en la actividad económica de las empresas privadas, lo ha recordado incisivamente el poeta Eduardo López Pascual, Bruselas ya permite la entrada de los mismos en el capital de sus compañías, grandes o pequeñas y cotizadas o no, para evitar su quiebra ante el tsunami del coronavirus. En Italia, el Gobierno nacionalizó en marzo Alitalia. En Alemania el gobierno federal ha acudido al rescate de Lufthansa con 9.000 millones de euros aunque sin llegar a nacionalizarla parcialmente como parecía. En Reino Unido –aún dentro de la UE– ha sido Grant Shapps, Secretario de Transportes del Gobierno de Boris Johnson, quien ha anunciado que el Gobierno británico «renacionalizará» los ferrocarriles aprovechando los «fondos de emergencia para la covid-19» cuya negociación final se debe cerrar esta semana. En definitiva, hay una mirada incuestionable al Estado como empleador de última instancia de las empresas más golpeadas por la crisis. ¿Y en España? En España las invocaciones a la nacionalización de empresas como solución agónica a un cierre inmediato las han realizado los trabajadores de la planta de Nissan en Barcelona y de las plantas de Alcoa en Lugo y Pontevedra. En el caso de Nissan y encabezados por los sindicatos mayoritarios UGT y CC OO, un amplio grupo de trabajadores se concentraron hace unos días en Madrid para protestar por el ERE presentado por la empresa para despedir a 2.525 empleados. España y, particularmente Andalucía, cuenta con precedentes similares como los repetidos intentos por salvar la planta de Santana Motor en Linares. De intento en intento hasta el cierre final. Tiempo antes, el lunes 14 de octubre del año pasado, los mismos sindicatos que pedían en Madrid la salvación de los empleos de Nissan por el Estado español se conjuraron a mediodía en la plaza de Sant Jaume de Barcelona. Los sindicatos rodeados de esteladas y lazos amarillos participaron en la lectura de un manifiesto en el que estaban más de 115 firmantes y prácticamente las mismas entidades que en la «Taula per la Democràcia», plataforma alrededor de la que se agruparon antes del referéndum ilegal del 1 de octubre. A pesar de los equilibrios que las centrales sindicales hicieron para no entregarse al independentismo catalán y la negativa en Cataluña a participar en la «huelga de país» tras la Sentencia del Tribunal Supremo, su participación en el acto de la plaza de Sant Jaume era una fotografía muy ajustada de su alineamiento con el secesionismo. El otro día en Madrid no había rastro de reivindicación separatista. Había hombres y mujeres angustiados por su futuro que pedían al Estado que actuase como empleador de última instancia. Por no haber, y para que se entendiese bien por todos, no había ni una sola demanda escrita en catalán, una de las lenguas que enriquecen nuestro patrimonio común. Por supuesto, no había ni una sola estelada. Todo era una apelación a la socialización del dolor, a la mutualización de los costes de la crisis de Nissan entre todos sus compatriotas como, después de una guerra, se reparten los costes de la deuda bélica sin distinción. En los próximos días, puede que esta misma madrugada, la Unión Europea alcance un acuerdo sobre los términos del plan de recuperación. El dinero ni será gratis ni probablemente conlleve una condicionalidad o exigencias de ajuste tan duras como los rescates de Grecia. No habrá nacionalizaciones masivas salvo aquellas que decidan los grandes países. España tendrá que presentar buenos proyectos si quiere acceder a los fondos que nos corresponderán; no habrá dinero sin proyectos de inversión creíbles. Lo que sí resultará claro es que la cohesión y la recuperación de los afectos entre todos los españoles serán muy necesarias. Harán mucho más fácil de entender aquellas intervenciones más cuantiosas que asemejen mucho al Estado a ese empleador de última instancia al que, como al Banco Central, se recurre cuando el sistema financiero privado colapsa.